Definición imprecisa
Igual que alguien que intentase tapar un agujero en un desagüe con un dibujo de valor incalculable de Rafael, el Gobierno británico, para evitar un gran daño, está a punto de causar un desastre. La locura de la que hablo es la legislación que ha propuesto sobre "incitación al odio religioso". Cualquier ciudadano británico al que le preocupe la libertad de expresión -el oxígeno de tantas otras libertades- debe alzar su voz para detener la mano del Gobierno y evitar que saque adelante esta ley mal concebida y peor redactada, que es un peligro. El caso es representativo del dilema que afrontan todas las sociedades occidentales.
Lo primero que debemos reconocer es que existe un problema en el desagüe. Especialmente desde los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, los vertidos de odio humano en todas las sociedades occidentales han ido a parar, sobre todo, contra personas a las que, con razón o sin ella, se considera musulmanas. Puede variar desde los comentarios al azar ("qué horror, cómo van los autobuses últimamente; todos esos musulmanes que intentan entrar") hasta la agitación sistemática por parte de la derecha xenófoba.
En un anacronismo curioso, la legislación británica sobre incitación al odio racial protege a los judíos y los sijs, pero no a los musulmanes
En vísperas de elecciones, el Nuevo Laborismo está intentando recuperar a los votantes musulmanes que se alejaron por la postura de Blair en la guerra de Irak
La labor del Gobierno, en todas las democracias liberales, es lograr el equilibrio entre dos grandes bienes públicos, la libertad y la seguridad
En Gran Bretaña ya se han reforzado las leyes para abordar este problema. Cuando Mark Norwood, un activista del Partido Nacional Británico, mostró en la ventana de su piso, en la pequeña ciudad de Gobowen (Shropshire), un cartel con las palabras "Fuera el islam de Gran Bretaña", junto a una fotografía del World Trade Center en llamas, fue juzgado y condenado en virtud de una enmienda de 2001 a la ley de delitos y disturbios de 1998. La enmienda ampliaba el delito de provocar alarma o angustia para abarcar casos con agravantes raciales o religiosos (la cursiva es mía). Hace poco, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos confirmó la sentencia.
Sin embargo, como ha destacado la ministra británica competente, Fiona McTaggart, en una entrevista realizada para escribir este artículo, aunque la ley evita que personas como Norwood ofendan públicamente o acosen a los musulmanes, no impide que inciten a sus seguidores a hacerlo. En un anacronismo curioso, la legislación británica sobre incitación al odio racial protege a los judíos y los sijs, pero no a los musulmanes. Y esa contradicción es un motivo de queja comprensible para los musulmanes británicos.
Por desgracia, la solución que propone el Gobierno británico a este problema real sólo va a servir para empeorar las cosas. La nueva ley, que fue aprobada la semana pasada en la Cámara de los Comunes -a pesar de fuertes objeciones- y ahora regresa a la Cámara de los Lores, convertiría en delito cualquier discurso, publicación o espectáculo que "tenga probabilidades de ser oído o visto por cualquier persona en la que (...) seguramente vaya a despertar un odio de tipo racial o religioso". El "odio religioso", se dice, es "odio contra un grupo de personas definido en función de sus creencias o su falta de creencias religiosas". Lo cual parece abarcar todo, entre otras cosas porque no se define lo que es "creencias religiosas".
Definición imprecisa
Esta definición tan imprecisa que se quiere presentar como ley es peligrosa por varios motivos. Aunque el Gobierno insiste en que sólo pretende prevenir la incitación contra las personas, y no contra las religiones, el límite entre criticar a los creyentes y criticar las creencias no está claro. La raza y la religión son cosas distintas. No es posible hacer ninguna objeción racional contra el hecho de ser negro. En cambio, existen muchas objeciones racionales posibles contra la religión, sea cristianismo, judaísmo, hinduismo o islam, y algunos de los mayores pensadores de la historia moderna las han hecho.
Además, la ley no requiere ninguna prueba de que haya existido intención de despertar el odio religioso; sólo el resultado. Algunos podrían decir que el resultado (aunque, desde luego, no la intención) de la publicación de los Versos satánicos, de Salman Rushdie, fue la agitación del odio religioso, primero por parte de los musulmanes británicos y luego en contra de ellos. "Oh, no", exclaman los portavoces del Gobierno, "por supuesto que esta ley no se utilizaría jamás contra algo como los Versos satánicos". Sin embargo, al hacerle esta pregunta a Jalid Mahmud -parlamentario laborista por Birmingham- la semana pasada, en el debate de los Comunes, él respondió: "En el contexto de Rushdie, el problema fueron las palabras insultantes que empleaba deliberadamente, y que estaban escritas en urdu fonético...". En su opinión, estas cuestiones habría que dirimirlas en los tribunales.
La consecuencia de esta ley, si se aprueba, podría consistir en disuadir a los escritores, actores o cineastas de arriesgarse a representar de forma ofensiva el islam y otras religiones. Es más, como destaca Kenan Malik en el último número de la revista Prospect, incluso podría servir de estímulo a los grupos ofendidos para organizar acciones de protesta. Porque podrían pensar que los subsiguientes disturbios públicos servirían como prueba, ante los tribunales, de que efectivamente se había agitado el odio religioso. Aunque los ministros se apresuran a asegurar que los procesos que se lleven a cabo en virtud de esta ley serán seguramente pocos y ocasionales, un solo caso podría bastar par que surgiera un mártir de la extrema derecha. En cambio, si no hay procesamientos, el Gobierno habrá suscitado entre los votantes de Mahmud unas expectativas que quedarán defraudadas.
¿Por qué sacar esta ley, y por qué ahora? Una interpretación cínica es que, en vísperas de elecciones, el Nuevo Laborismo está intentando recuperar a los votantes musulmanes que se alejaron por la postura de Blair en la guerra de Irak, las detenciones sin juicio de musulmanes británicos en la cárcel de Belmarsh y Guantánamo, etcétera. McTaggart me dice, en tono apasionado, que se trata de una obligación históricamente crucial, la de hacer que la comunidad musulmana se sienta segura, integrada y a gusto en Gran Bretaña. Resulta comprensible que, para un ministro laborista comprometido, las dos cosas puedan ir juntas.
Ahora bien, atribuir motivos sobre los que no existen pruebas es una cosa injusta, de modo que vamos a escuchar los argumentos del Gobierno. Aun así, sigue siendo un error. En una carta dirigida a Salman Rushdie, por ser una de las voces más importantes de un impresionante grupo de objetores reunido por la sección inglesa del PEN, la ministra McTaggart le escribe: "Los escritores y artistas como usted se preocupan, y hacen bien, por la libertad de expresión. La primera preocupación del Gobierno es la seguridad de las comunidades". ¡No! Puede que ésa sea su primera preocupación, como ministra de "igualdad racial, política comunitaria y renovación civil", pero la labor del Gobierno, en todas las democracias liberales, es lograr el equilibrio entre dos grandes bienes públicos, la libertad y la seguridad. Aquí proponen un riesgo demasiado grande para la libertad a cambio de una ganancia muy incierta para la seguridad.
Existe una solución sencilla. La semana pasada, en los Comunes, el parlamentario demócrata liberal Evan Harris propuso una enmienda, redactada por el destacado abogado de derechos humanos Anthony Lester, que modificaría la ley sobre incitación al odio racial mediante la inclusión de una "referencia a la religión, o a las creencias religiosas, o a la pertenencia o presunta pertenencia de una persona a un grupo religioso, como pretexto para despertar el odio racial contra un grupo racial". Y ya está. Problema resuelto.
Hacia el tercer mandato
Si los laboristas desean ir más allá, entonces, durante su histórico tercer mandato, que tome dos grandes medidas para la construcción de una sociedad que sea, al mismo tiempo, libre y multicultural. Puede abolir nuestra ley de blasfemias, ridículamente anticuada (en teoría, porque, en la práctica, no ha habido ningún procesamiento en virtud de esta ley desde 1922), que sólo protege a la Iglesia de Inglaterra. Y puede separar de una vez la Iglesia de Inglaterra del Estado británico, con lo que el príncipe Carlos -enérgico mecenas del Centro de Estudios Islámicos de Oxford- podrá ser lo que ha dicho que quiere ser: no Defensor de la Fe (es decir, la fe anglicana), como dice el título real utilizado desde la época de Enrique VIII, sino, simplemente, defensor de la fe, con minúsculas.
Mientras tanto, hay que deshacerse de esta ley tan mala. Cuando los lores la vuelvan a mandar a los Comunes, el Parlamento se haya disuelto para las elecciones y el laborismo haya vuelto a ganar, con la ayuda de los votos musulmanes, el Gobierno debería abandonarla con discreción y aprobar, para sustituirla, la práctica, cuidadosa y precisa enmienda liberal. Ése es un buen trozo de papel para tapar el agujero en el desagüe. Y así se salvará nuestro Rafael de la libertad de expresión.
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