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El modelo de la Constitución europea

Una de las cosas más importantes que debatió la Convención europea fue el modelo de partida de la futura Constitución. En este órgano preparatorio había voces euroescépticas que se inclinaban por un sistema intergubernamental y algunos entusiastas federalistas dispuestos a dar un salto en el vacío. Frente a todos ellos se impusieron los partidarios de mantener el sistema comunitario desarrollado desde la declaración Schuman de 1950. De este modo, la mayoría de la Convención, con una mezcla de pragmatismo y lealtad a los valores de la integración, decidió reformar y unificar los distintos tratados en uno nuevo. El resultado es una Unión Europea no muy distinta a la actual, con algunas importantes novedades institucionales y una utilización deliberada de un lenguaje constitucional en su primera mitad.

Como en cualquier reforma por consenso, y más cuando se ha pactado por primera vez entre 25 Estados miembros, cada país ha tenido que ceder en algo y a nadie le satisface todo su contenido. En concreto, el reparto de votos en el Consejo de Ministros ha sido resuelto con una fórmula a favor de los cuatro Estados más poblados que muchos pueden querer revisar en el futuro, con o sin Turquía en el horizonte. Pero al votar esta Constitución votamos en buena medida también sobre cincuenta años de integración. El nuevo texto consagra el método comunitario, los principios jurídicos, los contenidos éticos y la llamada constitución económica, elaborados paso a paso a lo largo de medio siglo. Es decir, se conserva la constitución material europea existente, basada tanto en los sucesivos tratados como en la interpretación constitucional que ha hecho de ellos el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas y en su recepción por los sistemas constitucionales nacionales.

Por ello, a nadie debería escandalizarle el término de "Constitución" elegido para denominar la propuesta de reforma. El constitucionalismo europeo existía mucho antes de esta reforma y ha guiado cada vez más el debate sobre el ejercicio del poder en Bruselas y su autoridad política, medios, límites y orientaciones hacia distintas formulaciones del bien común. Si al final no entrase en vigor el nuevo texto, seguirá siendo necesario pensar de forma constitucional la integración. La mejor reflexión europea en este terreno ha sido la que no ha exigido en vano que la Comunidad o la Unión tuviese los fundamentos clásicos de un Estado. Al contrario, este pensamiento ha sabido resolver con originalidad los interrogantes sobre cómo asentar sobre bases más democráticas una Comunidad de Derecho supranacional en ausencia de un "demos" europeo.

De modo especial a partir de finales de los ochenta con la expansión acelerada de las competencias comunitarias, el constitucionalismo europeo se ha atrevido a dar contenido crítico en un plano supranacional a las palabras representación, participación, rendición de cuentas o transparencia. Este modo de pensar es precursor del debate sobre el gobierno de la globalización, que se pregunta cómo democratizar una toma de decisiones que deja de lado a la mayor parte de los gobiernos y parlamentos nacionales y también a las organizaciones internacionales clásicas. Las tres reformas de los tratados europeos en la década de los noventa han ensayado distintas respuestas a los difíciles interrogantes de una política comunitaria basada cada vez más en el principio de mayoría, o en la lógica tecnocrática de los expertos. De este modo, en los últimos quince años la Unión ha ido corrigiendo su déficit político, con una formulación propia de lo que significa el ejercicio limitado del poder, una vez se trasciende las fronteras físicas y conceptuales del Estado.

Ahora, gracias a los procesos de ratificación del nuevo texto constitucional, los contenidos de un constitucionalismo europeo cincuentón se incorporan al debate público y, por fortuna, se politizan aún más. La explosión de democracia directa que suponen los diez referendos, la movilización ciudadana, los debates parlamentarios y las reformas de las constituciones nacionales para adaptarlas al nuevo texto, son pasos para mejorar la legitimidad del sistema. El objetivo es nuestra autocomprensión como europeos, a partir de las señas de identidad propuestas por la Constitución, del todo compatibles con las identidades nacionales, a las que el proceso de integración sigue reforzando.

Así que el 20 de febrero se nos pregunta sobre la nueva Constitución europea, pero también sobre la constitución material existente, que está intrínsecamente ligada a ella. Un no entraña el riesgo de tirar al niño europeo con el agua de la Constitución, por utilizar una expresión anglosajona. La falta de ratificación de esta Constitución podría servir de pretexto para poner en duda la visión constitucional europea de las últimas cinco décadas que nos ha traído hasta aquí. Los euroescépticos, en parte potenciados por la propia convocatoria de los referendos, se sentirían fortalecidos y propondrían una alternativa impracticable, la integración sin un derecho constitucional europeo. El diagnóstico más acertado sobre el actual momento constitucional que atravesamos tal vez sea el de Neil Waker, cuando afirma que Europa aspira a la invención de una nueva tradición tanto como a la continuación de la antigua.

José M. de Areilza Carvajal es profesor de Derecho de la Unión Europea y vicedecano del Área Jurídica del Instituto de Empresa de Madrid.

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