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Tribuna:CIRCUITO CIENTÍFICO
Tribuna
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¿Agenda nueva o propósito de Año Nuevo?

Cuando me reúno con mis amigos en España, al hablar de la ciencia en nuestro país, a menudo me toca hacer el papel del optimista, no por llevarles la contraria, sino por convicción. Es lógico que los que están dentro y pelean a diario con el sistema se preocupen hasta la obsesión por lo que no funciona, pero corren el riesgo de ver el árbol e ignorar el bosque. Aunque para los que estamos fuera sin sufrir la hojarasca del sistema es demasiado fácil hablar del conjunto, lo que perdemos en detalle podemos ganarlo en perspectiva.

Y desde la distancia, está claro, al menos para mí, que en los últimos 30 años la curva de la ciencia en España ha sido muy ascendente y que lo sigue siendo. No hace falta más que leer las revistas técnicas más prestigiosas o asistir a conferencias internacionales para ver un buen número de nombres españoles en ellas. O echar mano de los historiales de los científicos jóvenes que se incorporan a nuestros centros, sin dejar por ello de reconocer lo insuficiente de su número y lo inestable de la situación de muchos de ellos. O visitar algunos laboratorios de investigación equipados con los más modernos aparatos, aun aceptando que todavía hay carencias básicas en ciertas áreas.

Podemos olvidarnos de la tecnología y volcarnos en la ciencia o plantar la semilla
Muchos trabajos son sólidos y respetados, pero casi ninguno ha sido pionero

¿Qué es entonces lo que más echa de menos este observador expatriado en el panorama español? Más creatividad científica y mayor innovación técnica, dos cosas que no se compran simplemente con más dinero, pero que pueden fomentarse si se usa el que hay sabiamente y con persistencia.

No hace mucho, el secretario de Estado de Universidades e Investigación, Salvador Ordóñez, escribía en este periódico que "se ha logrado un notable progreso en la producción científica". Yo iría más allá, añadiendo "calidad" a producción. Pero precisamente por eso, porque ha habido un aumento importante de la producción y la calidad, debería llegar pronto el momento, si no ha llegado ya, en que algunos de nuestros científicos abran brecha en direcciones aún no exploradas por nadie. Muchos trabajos son sólidos y respetados por nuestros colegas internacionales, pero casi ninguno ha sido pionero en su campo. En áreas desde la biomedicina a la física, los españoles hemos hecho un trabajo admirable, arrancando desde atrás y metiéndonos en el pelotón internacional, pero nos falta aún el atrevimiento y la confianza en nosotros mismos para saltar de ese gran pelotón y escapar a los puestos de cabeza.

En el mismo artículo, el señor Ordóñez se lamentaba, con razón, de que "no se ha conseguido aumentar la participación de las empresas en el sistema (de investigación, desarrollo e innovación)", con lo que se corre el riesgo de que "los recursos [públicos] dedicados [a la actividad científica] se conviertan más en un gasto que en una inversión". Sin embargo, es ilusorio pensar que hoy por hoy, salvo excepciones, las empresas españolas vayan a entrar de lleno en ese sistema, y esperarlo sólo puede llevar al desengaño y al desperdicio de esos recursos. El problema está en que los intereses de la sociedad y los de la empresa no tienen por qué coincidir: mientras que la sociedad apuesta por la ciencia, por su carácter cultural y su potencial para mejorar la vida de los ciudadanos, la empresa favorece la ciencia en la medida que ésta le ayuda a obtener más ganancias. Y, en general, para que esto ocurra hace falta algo que casi ninguna empresa española tiene aún: un lugar tan destacado en la industria de la que es parte que le exija la creación de productos o servicios novedosos para avanzar en el mercado global. Siguiendo con el símil ciclista, sólo las empresas adelantadas en el pelotón internacional buscan a la ciencia para saltar a la cabecera de la carrera.

Un ejemplo reciente lo tenemos en el caso de la compañía coreana Samsung. Con costes de producción bajos y trabajadores bien preparados, empezó fabricando sistemas y componentes electrónicos sencillos, pero baratos y de calidad. De ahí ha pasado a dispositivos y aparatos más avanzados, con un margen de beneficio mucho mayor, como las pantallas planas de televisión, en las que es ya uno de los líderes mundiales. Consciente de que para estar en cabeza no basta con chupar rueda, Samsung ha invertido en un gran instituto de investigación, donde se exploran futuras tecnologías basadas en la ciencia más prometedora.

Un caso diferente, pero igualmente ejemplar, es el de la finlandesa Nokia, que intuyó muy pronto las posibilidades de la telefonía móvil e irrumpió en un mercado naciente con diseños y prestaciones innovadoras. Colocada ahora entre las empresas líderes de un mercado maduro, Nokia necesita más que nunca un departamento de investigación fuerte que le ayude a mantener su posición privilegiada frente a una competición feroz.

¿Qué hacer entonces en España, donde no tenemos ni una Samsung ni una Nokia? Aparte de seguir lamentándonos estérilmente por ello, sólo quedan dos posibilidades: olvidarnos de la tecnología y volcarnos en la ciencia, o plantar la semilla para que un día nazca algo parecido a una Nokia española. La primera opción es la más viable a corto plazo, aunque peligrosa a la larga, y además quita a la ciencia una de las razones fundamentales para su crecimiento. La segunda posibilidad es más incierta y requiere la paciencia del agricultor, pero es la única que puede asegurar, si esto es posible, un desarrollo sostenido de esa misma ciencia.

Para plantar la semilla innovadora hará falta imaginación. Ojalá que por ahí vayan las palabras, un poco crípticas, del secretario general de Política Científica y Tecnológica, Salvador Barberá, cuando hablaba a principios de enero, también en este periódico, de "la construcción y explotación de instalaciones singulares" que "permita[n] servir a colectivos científicos amplios". Por singulares deberían entenderse centros no sólo con una estructura jurídica distinta y más flexible que la de los actuales, que eso se da por descontado, sino también con una filosofía totalmente diferente.

Centro no tendría por qué ser sinónimo de edificio, sino de agrupación de científicos de disciplinas diferentes, organizados y trabajando juntos en torno a un tema de investigación común, y cuyo lema podría ser: "Excelencia científica e innovación técnica". Cada centro seleccionaría a sus miembros con extremo cuidado, los mimaría científicamente y esperaría de ellos contribuciones de primer nivel internacional y movilidad profesional. El éxito se mediría y se recompensaría no por el número de artículos publicados, sino por el impacto científico de las ideas o la habilidad para explotarlas en aplicaciones comerciales, que el centro fomentaría. La dirección sería responsable de que la misión del centro se cumpliera, y tendría la autoridad y los medios para hacerla posible. La financiación, al principio pública en su mayoría, pasados unos años debería tener una componente privada importante.

Las limitaciones del panorama científico-técnico español no se deben a la falta de materia prima -ahí están, este año pasado, seis españoles entre los 25 mejores proyectos europeos presentados por científicos jóvenes-, sino a la ausencia de moldes adecuados para superarlas. El Ministerio de Educación y Ciencia ha madrugado en este 2005, anunciando un plan que si se diseña bien puede representar una agenda radicalmente nueva para estimular la excelencia y la innovación. De otro modo, se quedará en un simple propósito de Año Nuevo.

Emilio Méndez es catedrático de la Universidad del Estado de Nueva York en Stony Brook.

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