El ciclo flamenco del Carnegie Hall acaba con una caótica y atractiva propuesta colectiva
Linares, Poveda, Arcángel, Carrasco y otros actúan en el espectáculo colectivo 'Crossroads'
Cuatro cantaores, una bailaora, tres guitarristas, dos voces, un percusionista con batería, un bajo, unos teclados, el sonido muy alto, temas flamencos y aflamencados, unas gotas de surrealismo voluntario, otras de caos puro y ratos de gran cante, toque y baile. Más o menos eso es lo que ofreció el domingo el espectáculo Crossroads, antes Territorio flamenco, en el cierre del ciclo del Flamenco Festival en el Carnegie Hall. La fórmula colectiva tuvo tanto éxito como las anteriores (hubo lleno total y reventas, como el día de Morente y Tomatito), quizá porque su natural imperfección es su virtud: la anarquía no tapa el enorme talento de los protagonistas.
Canta Carmen Linares un poema de Alberti, una taranta y una soleá por bulerías y lo borda. Sale Miguel Poveda por otro rincón y hace una malagueña y luego un tango de Gardel y el teatro se cae. Luego viene Arcángel, ataca La bien pagá y sus fandangos del Alosno y la gente le grita "bravo". Si la cosa se calma, aparece Diego Carrasco bailando con la guitarra y le pone el micro al guitarrista para que le dé el tono del Hello Dolly (lo cual convierte probablemente a Juan Carlos Romero en el primer tocaor que ha cantado en el Carnegie Hall de Nueva York); cada cierto tiempo sale Rafaela Carrasco, bailaora de genio abstracto, y cuando termina su martinete se encarama en una silla y parece que le va a saltar encima al cantaor, que a su vez anda ya cantando por siguiriyas...
Esta descripción de sucesos es la esencia de Crossroads, título desde luego exacto: el escenario parece a ratos un intercambiador del metro, los artistas, por todas partes venga a entrar y salir y cantar en puntos distintos, y no sería raro que Pepa Gamboa, que dirige el montaje, se haya inspirado ahí para diseñar el espectáculo. Territorio es un montaje paradójico por naturaleza: fluye y chirría, unos ratos resulta natural y otros marciano, suena mal un rato y de repente surge una joya emocionante, sin duda se podría decir que no es redondo pero al final el público lo aclama...
Quizá lo que pasa es que al ser un cadáver exquisito, una obra sin líder ni autor claro, Crossroads enseña sin tapujos todas las potencias y las dudas que todavía vive el flamenco envuelto en formato teatral. Y por eso a ratos el pase encandiló a la afición (sobre todo a la española, que acudió esta vez en masa y pegó oles a barullo) y a ratos la puso a preguntarse por nuestro inevitable destino: junto a valores innegables (hay riesgo, frescura, variedad, marcha y varios destellos de jondura), ahí están sus sospechas habituales (un guión confuso, la falta de ensayos, la absurda repetición de La leyenda del tiempo en el bis, unas luces insólitas, el vestuario disperso, ese exceso de mutis y entradas, palmas, sillas y volumen...).
El secreto del éxito final es la flamencura de todos para salir airosos de cualquier coyuntura. No es fácil montar un espectáculo con artistas tan buenos y especiales como Linares, Carrasco, Poveda, Arcángel, Romero o Tino di Geraldo; tampoco es frecuente verlo. Los neoyorquinos, tan sagaces para detectar el talento al vuelo, lo percibieron y agradecieron con su generosidad habitual. Si llegan a acudir a la fiesta posterior, en el modernuqui local del Lower East Side donde la compañía celebró el cumpleaños de Poveda comiendo, cantando y fumando como españoles ejemplares, se los meriendan con papas. O los mandan de vuelta a España, vaya usted a saber.
Babelia
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