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Columna
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Zoom europeo

"De haberle preguntado, por ejemplo -pero, ¿a quién se le habría ocurrido una pregunta tan absurda?- a qué nación o pueblo pertenecía, se habría quedado mirando al artífice de tal pregunta sin apenas comprender, perplejo y probablemente aburrido y un tanto indignado. ¿En qué hubiera podido basarse para determinar su pertenencia a esta o a aquella nación? Hablaba igual de bien prácticamente todas las lenguas europeas, se sentía en casa en la mayoría de los países europeos, sus amigos y parientes vivían dispersos por el ancho y variopinto mundo". En estas frases se contiene el retrato de un europeo del pasado (fueron escritas por Joseph Roth en 1935), pero podrían corresponder al futuro. Sin dificultad imagino un mañana en que la identidad europea sea como un zoom: una misma visión con distintos enfoques; una misma percepción a distintas escalas: sentir como en primeros planos la pertenencia cultural (y sensual) más cercana al origen o a la experiencia cotidiana; habitar luego, en planos más abiertos pero igualmente familiares y propios, las otras dimensiones de Europa.

El personaje así retratado por Joseph Roth es el conde Morstin, y su europeísmo no es el resultado de pactos políticos, cooperaciones económicas o intercambios culturales entre distintos Estados, sino la desembocadura de toda una serie de privilegios de clase. Como muchos aristócratas inmensamente ricos de su tiempo, Morstin recibió una esmerada educación en varias lenguas, lo que le abrió las puertas de artes, filosofías, idearios políticos múltiples; y pudo viajar por todas partes, y detenerse allí donde el entorno resultaba más fértil para su desarrollo personal, para el cumplimiento de sus aspiraciones y deseos.

Que lo que en el pasado fue riqueza sólo de los Morstin sea patrimonio de cualquier ciudadano/a de la Unión es otra manera de asumir la Europa social. Y como en la biografía de ese noble húngaro, la posesión europea pasa por el conocimiento. Para ser Europa hay que saber Europa, para sentirse europeo, comprenderse cultural, lingüística, espacial y puntualmente europeo. La lengua española distingue sabiamente entre ser y estar. Es indiscutible que estamos en Europa, para que lo seamos (en las instituciones, la cultura, los afectos) con la soltura de un Morstin quedan muchos pasos formativos e informativos que dar. Lo digo, porque estamos llegando al referéndum sobre el Tratado constitucional con bajo conocimiento de causa. Con un abordaje al esprint, hecho principalmente de planos generales; que utiliza poco el zoom, es decir, el análisis en corto, tele-objetivado. Que, más que debate sobre la Constitución europea, es exposición de razones o de motivaciones básicas.

Yo soy una europeísta convencida (esperanzada), entre otras razones, porque me resultan infinitamente más atractivos los retratos identitarios como los que describió Joseph Roth (que ya se alientan y cultivan, por ejemplo, en los estudiantes mestizados del Erasmus), que aquellos que pretenden aprisionarnos entre las cuatro paredes de un supuesto esencialismo milenario. Convencida también, porque el mundo necesita una Europa cohesionada y firme, capaz de darle la réplica a la (i)lógica del actual imperialismo USA; de proponer una alternativa de valores éticos, sociales y culturales a su ordeno y mando en todos esos ámbitos. Y por eso votaré el domingo que viene, y espero que vote un porcentaje muy significativo del electorado español. Pero votaré con la incómoda sensación de que al objetivo constitucional europeo todavía le faltan las prestaciones clarificadoras del zoom; las visiones de primerísimo plano: el conocimiento de cada paso y de cada artículo por cada ciudadano. Es decir, de que nos están faltando oportunidades para una recepción crítica, y por ello, condiciones para una auténtica elección. Este articulado no nos afecta (así se nos suele presentar lo que se hace en Bruselas) sino que nos incumbe, que un verbo que necesita mucha comprensión y cercanía, un teleobjetivo de máximo alcance.

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