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Reportaje:LOS OCHENTA, RETRATO DE UNA GENERACIÓN

Madrid circa 1980

El día aquel, lunes, creo, "había salido uno de esos días color de Historia que a veces salen en Madrid", escribió Umbral, Y Tierno Galván ascendió a los cielos (Seix Barral, 1990), y el honrado pueblo de Madrid iba a pie tras el cortejo. Poco antes, a la sombra de esa movida, estimulada por los bandos municipales de Tierno, La Madelón, un travestón, atravesaba Madrid la noche del 23-F, y es que -lo sabía Eduardo Mendicutti- Una mala noche la tiene cualquiera (Tusquets, 1988). Aunque para mala noche, la que tuvo, con El Alicantino y otros, Lulú, que salvada por Pablo se recupera con "el inconfundible aroma de las porras recién hechas", al final de Las edades de Lulú (Tusquets, 1989), de Almudena Grandes. Había que haberlo vivido aquello, por Malasaña, esta vez, zona que conoce bien Antonio, el fotógrafo que prepara una guía de la movida, por encargo de la Comunidad de Madrid (desde 2005: sic, sic... transit), en Días contados (Alfaguara, 1993), de Juan Madrid. Días contados, con más ensoñaciones que vivencias, los ochenta, aquella década larga como un pasillo de progres, hasta las cejas algunos, como ese que aparece, el pasillo de progres, en La malandanza (Plaza & Janés, 1996), y que narra con sarcasmo Andrés Trapiello. Los de la movida de Luis Antonio de Villena se desparraman, en "aquellos veranos de la belleza", por la "geografía de bares de moda", por donde ofrecía su mercancía más de un díler, al de las terrazas de Recoletos lo tiene visto el protagonista de Madrid ha muerto (Planeta, 1999), de De Villena, el relato más evidente sobre -se lee en portada- el "esplendor y caos en una ciudad feliz de los ochenta". Por cierto, díler es el traficante que nutre a los camellos de poca monta: me informo en Diccionario de argot español (Alianza, 1980), de Víctor León. Frente a ese Madrid noctívago y transgresor de De Villena estaba el otro Madrid, irreal y extravagante, el del hombre-lobo no en París -aquella canción- sino en Madrid, Lobo (Ollero & Ramos, 2000), de Adolfo García-Ortega, o el Madrid que viajaba por la red del metro de obsesiones y ansiedades variadas, como los personajes de Juan José Millás, perdidos en el laberinto de los armarios de tres cuerpos, en barullos como los de El desorden de tu nombre (Alfaguara, 1988) o La soledad era esto (Destino, 1990), o como los de Todos mienten (Anagrama, 1988), de Soledad Puértolas, cuyos personajes se encuentran (hu)yendo de un barrio a otro, con la Castellana por medio, como el Canal de Castilla (Rafael Reig, tantos años después, escribiría Sangre a borbotones, pero este Madrid futurista y posmoderno nada tenía que ver, ¿o sí?, con el Madrid circa 1980), y topándose, acaso, con Malena, la de Almudena (Malena es un nombre de tango, Tusquets, 1994). Y a su aire se pierde también, merendando en Nebraska, ese par de espectadores pasivos de Los delitos insignificantes (Anagrama, 1986), de Pombo. Pero aquellos ochenta trajeron estos lodos, y así, pasarían factura Mercedes Soriano (Historia de No, Alfaguara, 1989), Belén Gopegui (La conquista del aire y Lo real, Anagrama, 1998, 2001) y Alejandro Gándara (Cristales, Anagrama, 1997), y es que ya lo decía Millás en Papel mojado (Anaya, 1983): "Lleva cuidado con lo que deseas en la juventud, porque lo tendrás en la edad madura". Pues eso

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