Javier tusell, la independencia comprometida
Conocí a Tusell, navegando hacia Creta, recién casado con Genoveva Queipo de Llano, la gran mujer que hace verdad el tópico de la compañera del hombre ilustre. Les visité, por última vez, junto con otro entrañable amigo, la pasada Navidad en su casa de Madrid. Durante esos largos treinta años coincidí con él primero en UCD; después en innumerables actividades académicas, editoriales y periodísticas, muchas de ellas organizadas e impulsadas por el infatigable trabajador que era Javier; siempre en amistosas tertulias a las que su permanente buen ánimo daba especial calidez.
Haber gozado de su bien probada amistad durante tres décadas ha sido un inolvidable y placentero honor. Pero, a la hora de esbozar su figura, importan los rasgos objetivos más que el sentimiento, aunque tales rasgos, avalados por hechos y datos de todos conocidos, no hagan sino confirmar con creces los prejuicios propios de la amistad. Porque la bondad, la honestidad, el tesón de Javier Tusell honraba aquello que atendía; las personas no menos que las cosas; la fuente que investigaba, el personaje que historiaba, la tarea a la que se dedicaba, tanto como el amigo con el que discurría.
Tres son, a mi juicio, los rasgos a destacar en su persona y en su obra. Primero, su comprometida independencia, manifiesta en su breve paso por la política y su larga presencia en la vida pública. Nunca vivió de ella y, por eso, ni lo político ni lo público le dominó nunca, pero, por ello mismo, pudo mantener durante más de un cuarto de siglo una actitud coherente. Actitud capaz, tanto de servir -tal fue el caso de su brillante colaboración con el también desaparecido y llorado ministro Cavero-, como de opinar, aconsejar y criticar, siempre agudo, moderado y positivo, con su infatigable presencia, hasta los últimos días, en los medios de comunicación.
Siempre fiel a su originario humanismo cristiano, cuya hondura espiritual la enfermedad le dio sobrado tiempo de profundizar, supo, como pocos en su generación, proyectarlo en testimonio en pro del respeto, del diálogo y de la convivencia democrática. Sin renuncias, pero sin sectarismo alguno. Nunca fue hombre de corte y sólo fugazmente de partido. Por ello aunque historió y lucubró sobre el poder, éste nunca le vio con demasiado buenos ojos.
Segundo, su adicción empedernida al trabajo. A todas horas, en todo momento. Creo haberlo conocido en su viaje de bodas corrigiendo un manuscrito. Nunca dejó de visitar los archivos, incluso en su breve tiempo de director general en el Ministerio de Cultura, a la vez que gestionaba eficazmente la venida a España del Guernica de Picasso y durante los tres años de penosa enfermedad, no ha dejado de publicar libros y artículos. El número de cursos, seminarios, dirección y contribución a trabajos colectivos es abrumador e incluso excesivo.
Como resultado queda una obra que, incluso dejando al margen la que pudiera ser de circunstancias, será, como la de todo autor, sin duda mejorable y, por lo tanto, criticable también, pero que ha ilustrado pasajes y personajes de nuestra historia contemporánea -desde el caciquismo andaluz hasta la transición, pasando por don Alfonso XIII-, con un manejo directo de las fuentes y un conocimiento exhaustivo de los hechos, que la hace ya imprescindible, incluso, para quienes pretendan superarla.
Tercero, todo ello fue fruto y exponente de una inmensa energía, física primero -los médicos se asombraban de su resistencia-, intelectual y moral también. Una energía que no guardó para sí sino que derrochó en los dos máximos signos de la madurez humana: el trabajo y el afecto familiar y amical. La misma energía que le permitió luchar durante tres años contra la enfermedad hasta asumirla del todo y entregarse a ella.
Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
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