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El socavón

La crisis del Carmel obliga a revisar la idea preconcebida de seguridad con la cual funciona nuestra sociedad. Situaciones extremas como el hundimiento no metafórico de una parte de nuestra ciudad nos sirven para recordar que nuestra vida, la cotidianidad, no está libre ni de la incertidumbre ni de la existencia de riesgos. La vida moderna ha conseguido que todos minimicemos los riesgos hasta convencernos de que no existen. Los avances tecnológicos nos han servido para creernos plenamente seguros a pesar de que las actividades de riesgo entre las que diariamente nos desenvolvemos han aumentado significativamente. Parece que nuestra sociedad ha olvidado que el peligro existe. Hemos construido un entorno que nos es funcional a nuestra manera de vivir. De manera más o menos inconsciente hemos asumido que todo lo que nos rodea es seguro: nuestra vivienda, nuestras ciudades, nuestro entorno laboral, nuestros desplazamientos, nuestra alimentación, nuestros hábitos, y así podríamos seguir la enumeración. Sin esa construcción falaz no podríamos avanzar hacia el futuro a la velocidad que lo estamos haciendo. Probablemente la construcción de la idea de seguridad como bien absoluto es la única manera de seguir funcionando en este engranaje colectivo que denominamos sociedades posindustriales.

Por eso, cuando situaciones como las del Carmel ocurren, todo se nos derrumba y nos invade el temor. Probablemente esa reacción es la misma que muchos ciudadanos tuvimos después del 11 de marzo cuando viajábamos en tren o en metro. El atentado de Madrid nos crea una incertidumbre, un miedo, en cada uno de nuestros viajes cotidianos en transporte público. Un miedo no compartido, guardado silenciosamente y que sólo se podía descubrir en las miradas de los otros que iban en el mismo vagón. Evidentemente, no se trata ahora, después de una situación límite, de instalarnos mentalmente en la inseguridad. Eso sería nuestro fin. Una sociedad insegura de ella misma, de las consecuencias de su rutina, no podría proseguir. Pero vivencias como las del Carmel deberían ser tomadas en consideración para comprender que, a pesar de lo mucho que sabemos y de lo más que creemos saber, la seguridad no es un valor garantizado.

La lección más dura que podemos aprender de los hechos del Carmel es que probablemente nuestra seguridad sigue siendo proporcional a nuestra capacidad de desarrollar actuaciones de prevención y detección de los riegos. Hay desgracias naturales que, evidentemente, se escapa de nuestras manos poderlas evitar, por ejemplo el tsunami, a pesar que un sistema de detección hubiera reducido sus consecuencias devastadoras en vidas humanas. Pero hay otras desgracias que no son atribuibles a accidentes naturales sino, en algunos casos, a la falta de precaución de nuestra propia actuación, y en otros, al trueque que mercaderes sin escrúpulos disfrazados de empresarios, técnicos o políticos hacen entre seguridad y beneficios económicos. No es ninguna novedad que la reducción de sistemas de prevención es a menudo un mecanismo para incrementar ganancias.

Y es en este punto donde entra en juego las responsabilidades de nuestros gobernantes. Una de las funciones que se supone al Estado es la de proteger a sus súbditos, la de ofrecer garantías de seguridad suficientes, para evitar que el riesgo se apodere de nuestras vidas. Si el Estado no es capaz de darlas, la legitimidad del Gobierno y en general de todo el sistema se resquebraja peligrosamente. En verdad, si el Estado no ofrece seguridad a sus ciudadanos, el Estado no sirve para mucho. Y el problema en el Carmel es que, por un lado, todo indica que la Administración (el Estado) no ha sido suficientemente aplicado en garantizar esa seguridad, y por otro, que con la reacción que los gobernantes han tenido ante la desgracia han puesto en evidencia su ignorancia ante lo que estaba realmente acaeciendo y especialmente ante lo que podía acaecer mañana. La imagen más evidente de esto la ofreció el consejero Nadal cuando el pasado jueves afirmó que la situación era tan dinámica que las certezas que se tenían en un momento dado se manifestaban erróneas al cabo de unas horas. Es decir, sólo sé que no sé nada. No estoy haciendo una crítica política al Gobierno y menos aún a Nadal, de quien creo sinceramente -como él dijo al finalizar una entrevista en el programa de Mònica Terribas- que su dolor y pesar no eran menores que los de las familias afectadas. Nadal no mintió en esa afirmación. No dudo que, en los largos años de experiencia política de Nadal, estos días sean los peores y probablemente los más amargos. Pero, a pesar de todo ello, la crisis del Carmel ha provocado una crisis de confianza de los afectados, y probablemente de otros muchos, en la capacidad de nuestra Administración.

Probablemente el mismo consejero Nadal ha descubierto que sus propias certezas sobre lo que sabía y lo que no sabía se desmoronaban. El Gobierno se ha encontrado desnudo ante los ojos de los ciudadanos en el momento en que más necesario era demostrar el ropaje. La crisis del Carmel es la gran crisis del Gobierno de Maragall. Lo de antes (el caso Carod, las disputas por Bracons y algunas otras) habían sido crisis políticas que no tenían, necesariamente, impacto social. Ahora todo es distinto. Las paradojas del destino hacen que esta crisis tenga su origen en el Gobierno de Jordi Pujol. Pero esto puede servir sólo para hacer justicia en el relato de los hechos, ya que, como muy bien dijo Nadal, a este Gobierno no le queda otra salida que asumir las decisiones de los gobiernos anteriores. Sólo la tenacidad para dar respuesta humana al drama de las más de mil familias y la convicción de que se depurarán responsabilidades donde las haya -y es evidente que en algún lugar deben estar- y no se tapará una investigación independiente pueden hacer volver la confianza de los ciudadanos hacia la capacidad del Gobierno para darnos seguridad en nuestra cotidianidad. Aunque sepamos que la seguridad absoluta no existe.

Jordi Sánchez es profesor de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB).

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