Apólogos sobre el buen directivo
Hasta hoy, lo más razonable que se puede decir de los libros que se ocupan de analizar la gestión y los gestores de las empresas es que explican tan arbitrariamente la parcela que les toca examinar que su esfuerzo tiende a resultar estéril. Cada autor suele escoger la característica o punto de vista que considera fundamental y se dedica a calzar la realidad en tal vasija previamente conformada. Hay quienes describen el éxito en los negocios como la consecuencia de aplicar las recomendaciones de Maquiavelo; otros lo atribuyen al Sun Tzu o el Bushido. No faltan los partidarios de la inteligencia emocional, ni los que suponen que el buen directivo se
forja en competiciones deportivas. Como los hechos registrados suministran ejemplos para cualquier tesis, visión o perspectiva, malo será que no se puedan engavillar cuatro o cinco ejemplos por capítulo para apuntalar la visión del mundo del autor.
Los negocios cambian, el liderazgo perdura. Cualidades del liderazgo que resisten el paso del tiempo
Andrea Redmond y Charles A. Tribett III, con Bruce Kasanoff
Editorial Russell Reynolds
ISBN 84-609-3138-2
Pongamos el caso de Los negocios cambian, el liderazgo perdura. Aseguran los autores, probablemente con buen criterio, que las cualidades que conforman el liderazgo permanente son: el compromiso de no vivir una vida pequeña, visión, voz o capacidad para comunicar, corazón o coraje, saber formar equipos, decisión, saber escuchar, inteligencia emocional y diversidad. Cada una de estas cualidad es ampliamente desarrollada con ejemplos de ejecutivos de la más variada condición. La primera impresión de tan apabullante despliegue es que, dado el número de cualidades requeridas, será difícil que no se acierte con dos o tres de las que verdaderamente resultan decisivas -siempre que admitamos que el liderazgo puede analizarse en los términos citados-. La segunda observación es una duda: ¿el líder es el que reúne las ocho condiciones o basta desarrollar dos o tres? Porque en el primer caso estaríamos ante una propuesta de imposible cumplimiento y en el segundo deberíamos saber cuáles son "las que hay que cumplir" para ahorrar esfuerzos inútiles.
La arbitrariedad salta más a la vista si se intenta encajar ese cuadro de requisitos (o cualquier otro de carácter tan marcadamente general) con la personalidad de los empresarios convertidos en mito por la literatura al uso. Que Henry Ford o Warren Buffet -menciones aleatorias- hayan desarrollado algún tipo de inteligencia emocional por encima de la media [de su profesión, claro], que supieran escuchar con más atención o provecho que el tendero de la esquina o que se propusieran, en su niñez o adolescencia, convertirse en grandes hombres en beneficio de la humanidad.
Este ánimo por explicar fatigosamente fenómenos que ya están suficientemente explicados desde el comienzo -por Adam Smith o por Schumpeter- conduce inevitablemente a edulcorar la realidad. Llama poderosamente la atención la ausencia de motivaciones clásicas o shakespearianas en los análisis contemporáneos del directivo. Nada se dice de la ambición, del ansia de poder o el afán de lucro, que sí son impulsos inteligibles y mensurables en muchos casos. Dado que los aspectos menos seráficos del comportamiento directivo son cuidadosamente extirpados, los textos de gestión tienden a competir en interés humano con los manuales de cocina o los florilegios de vidas ejemplares de la hagiografía cristiana. Con las descripciones que aportan es imposible explicar no ya convulsiones como Enron o Parmalat, sino ni siquiera los vericuetos por los que se asciende o desciende en la escala directiva de una compañía.
La síntesis que se ofrece responde al esquema predeterminado para este tipo de literatura. Si fuera cierto que para muestra basta un botón (que no lo es), léase el caso, espigado del libro, de Mary Kay Ash. Despues de 11 años trabajando como directiva de formación en ventas, los ejecutivos decidieron ascender a un directivo varón. El texto deduce que por esta razón Ash decidió crear su propia empresa, en la que no se dieran este tipo de injusticias. ¿Fue ésa la motivación real? ¿Por qué no el rencor, perfectamente justificado en este caso? ¿Y qué tal la pura y simple ambición?
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