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Columna
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¡Oh Europa!

No formo parte de esa estética de lo alternativo que considera la abstención una forma de protesta. Primero, porque me parece una contradicción in terminis: protestar es un verbo de acción, y no de inhibición. Y segundo, porque en el saco de la abstención, una puede encontrarse compañeros de cama tan surrealistas y extraterrestres que mejor no magnificar demasiado la opción. Además, formo parte de las generaciones del hambre democrática, y, aunque yo pude votar con 21 años, aún siento esa especie de euforia infantil ante la urna por llenar. Uno no puede valorar del todo la democracia si no sabe qué significó vivir sin ella.

Por motivos diversos, pues, me enfrento a la opción del voto en el referéndum europeo desde el deseo inequívoco del voto. A partir de aquí, sin embargo, y más allá de la opción personal escogida, el espectáculo que se nos abre no anima especialmente a votar, sino todo lo contrario. Por supuesto, estos días asistiremos a un esfuerzo notorio, institucional y partidista, por conseguir una participación alta, y no habrá micrófono patrio que no tenga un representante político que no nos venda su bondad electoral. Del no republicano, ecosocialista y batasuno al sí zapateril, rajoyano y convergente, iremos oscilando de punta a punta del espectro argumental, y no sé si saldremos más informados del evento o bastante más perplejos. Días nos quedan. Pero de momento, lo que nos llega no atisba un horizonte electoralmente seductor. Todos hablan de la Euroconstitución, pero ¿hablan de Europa cuando dicen que hablan de Europa? Porque después de leer unos cuantos artículos, escuchar con atención las declaraciones políticas, incluso moderar una mesa redonda con todos los partidos (gracias a los buenos oficios de la gente de Molins de Rei) y así poner la oreja para intentar machacar en el horizonte algún clavo argumental sólido, llego a la conclusión de que todo el mundo tiene otros intereses, más allá de Europa, en estas elecciones. Y lo que es peor, todo el mundo intenta resolver en Europa aquello que ha demostrado no ser capaz de resolver en el propio país.

Los argumentos del no me resultan bastante peregrinos. Que si esta Constitución no reconoce a los pueblos y a sus lenguas, que si consolida "el dominio y la imposición españolas" (sic, en boca de Esquerra Republicana [ERC*> sobre Cataluña, que si no pintaremos nada... Pero ¿qué sentido tiene exigir a la Constitución europea lo que uno no es capaz de negociar, consensuar y resolver en casa? ¿Cómo es compatible mantener una sólida coalición política con partidos estatales, sin tener resueltos asuntos sensibles, y después llevar las contradicciones al Parlamento Europeo? Si España no tiene cerrado el tema lingüístico, ¿cómo vamos a intentar que lo cierre Europa? Me parece una confusión de planos, de conceptos y, ¡ay!, de geografías políticas. Si la incoherencia la llevamos a terrenos más sociales, he llegado a escuchar, en boca de Iniciativa per Catalunya Verds, la petición de que la Euroconstitución se declare pacifista o asegure la vivienda joven, o resuelva el problema medioambiental. Pero ¿cómo se le puede pedir a una Constitución que agrupa diversos Estados lo que no incluye la Constitución de cada uno de los susodichos? ¿Podemos votar una constitución europea eco-pacifista-feminista y alternativa, desde países que ni son ecologistas, ni pacifistas, ni alternativos, y van resolviendo como pueden sus desigualdades? Tanto ERC como ICV están usando el debate europeo para mantener abierto el debate de sus propios proyectos políticos, lo cual es lícito, pero es tramposo.

No menos tramposos son algunos de los argumentos del sí, y a la mismita noche del inicio electoral me remito. Todos corriendo hacia Euskadi porque según parece la cocina de Estrasburgo se cuece en Martín Berasategui, y allí los tenemos, psoes y pepés haciendo acto de contrición nacional, por la unidad patria, y viva la Constitución europea que nos mantiene unidos. Dice Rajoy que el a Europa es un pulso al "pasado arcaico y carca" del plan Ibarretxe, y Rodríguez Zapatero asegura que el rotundo "nos garantiza la unidad de España y nos mantiene fuertes". ¡Fantástico! La pobre Europa tiene que resolver el problema del catalán, la paz del mundo, el proyecto Ibarretxe, el plan hidrológico, la España autonómica, o federal, o confederal, o divorciada, o unida por la gracia de Dios, o etcétera, y de paso nos tiene que garantizar la vivienda. No pedimos que incluya la regulación de los piercings casi de milagro. Con un añadido bastante obvio: el y el no intentan ser un pulso de la fuerza interior de cada cual, con la excusa del marco europeo.

Me dirán que he descubierto las Américas, y tienen razón. Nada nuevo bajo el sol. Desde que el mundo es mundo y la democracia lo dibuja, los partidos políticos siempre han aprovechado las contiendas electorales más allá de cada contingencia. Pero lo de Europa me parece especialmente notorio. Con sinceridad creo que no tenemos un debate sobre Europa en la mesa, ni ninguna intención de tenerlo. De hecho, nadie parece creer en esa necesidad por mucho que se hinchará de retórica europeísta. Lo que tenemos son los asuntos pendientes aflorando por las comisuras, aprovechando el escenario para chillarse sin estropear el rímel, especialmente entre quienes comparten poder y Gobierno y luego hacen ver que no se quieren. Europa será una excusa muy útil para algunos. Así podrán mantener sus sólidas relaciones de poder con la malvada España y después hacerse el independentista o el pacifista en Europa. Y los dos grandes, gracias a Europa, podrán medirse en su particular guerra por la españolidad y de paso hacer campaña vasca. En fin, que habrá que votar algo. Pero ¿votaremos sobre Europa cuando vayamos a votar sobre Europa?

Pilar Rahola es periodista y escritora. www.pilarrahola.com

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