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Columna
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Música para camellos

Soplaba un viento fortísimo la otra tarde, cuando cruzaba la plaza de España impactada por las lágrimas de Ingen Temee, sobrecogida por los lamentos de Botok. Ingen Temee es una camella joven, madre primeriza, y Botok, su pequeño camello, de color blanco. Ambos viven en el desierto de Gobi, en Mongolia, una enorme y polvorienta extensión donde el viento puede alcanzar los 150 kilómetros por hora. Pertenecen al rebaño de una familia de mongoles nómadas formada por cuatro generaciones, desde los bisabuelos hasta los tres pequeños bisnietos, que comparten el mismo techo: varias tiendas, a más de 50 kilómetros de distancia de cualquier otro establecimiento humano, en las que, a veces durante días, han de protegerse de ese azote y de las brutales caídas de temperatura.

El rechazo que, tras los sufrimientos del parto, sintió Ingen Temee por el desvalido Botok puso en marcha un antiguo rito, muy habitual entre los mongoles, según el cual los animales reaccionan anímicamente a la música. Un músico del pueblo acompañó, con una especie de violín, a una de las mujeres de la casa, que repetía como un mantra la palabra "hoos", hasta que la camella Ingen Temee rompió a llorar y acogió a su hijo Botok. Se diría que es una leyenda, pero ésta es la realidad que cuenta la película documental La historia del camello que lloraba, ópera prima escrita y dirigida por dos estudiantes de la Escuela de Cine de Múnich, la mongola Byambasuren Davaa, nieta de nómadas, y el italiano Luigi Farloni, que ha sido premiada en numerosos festivales y fue seleccionada para los Oscar de 2003.

Tras salir de los cines Princesa, y mientras me abría paso entre la muchedumbre que abarrotaba la Gran Vía y la plaza de Callao, me vi obligada a establecer un punto de reencuentro entre aquel mundo remoto, del que venía como si algo suyo me perteneciera, y este otro tan familiar, que se me antojaba muy extraño. Así que pensé en las palabras de Davaa ("En el desierto todo es tranquilidad, no oyes nada más que el viento. Tal vez por eso la gente y los animales tienen un sentido del oído tan desarrollado. Creo que los camellos sienten la música en sus corazones") y pensé que una música particular, la de esta ciudad, podría devolverme a mi propio paisaje.

Pero a mi alrededor sólo se oía un fragor de máquina y multitud que me impedía apreciar cualquier otra melodía. ¿Cómo podría volver de aquel silencio de Gobi? ¿Cómo podría readaptarme desde aquel tempo solitario? Todas las calles eran frenético movimiento y me empujaba una histeria de compras que hinchaba las bolsas como el viento en Mongolia hincha los rastrojos. Davaa cuenta que los nómadas producen todo aquello que necesitan, que se amoldan a la naturaleza, y no al contrario, aunque muchos quieren modernizarse y se quedan en la ciudad, donde han aparecido fenómenos desconocidos para ellos, como el paro o el alcoholismo. Recuerdo que tener un televisor es el sueño de uno los niños protagonistas de la película. A mi alrededor, pantallas, carteles publicitarios, gigantescos neones. ¿Cómo reconciliarme con esto que soy?

Así que volví a la belleza del paisaje desnudo de Gobi y volví a la construida belleza del paisaje de nuestras calles; volví a la paciente belleza de los rostros mongoles y volví a la tensa belleza de nuestros rostros. Comparé actitudes, gestos, cromatismos. Mezclé las imágenes con las que, en su cabeza, los mongoles especulan sobre sus fantasías del mundo y las imágenes con las que, desde fuera, mi mundo me asaltaba para que yo especulara sobre las mías. El viento seguía soplando.

La clave, entonces, fueron las palabras de Farloni: "Nuestra película versa sobre la pérdida del amor y la lucha por reconquistarlo". También aquí la realidad improvisa nuestros días, como los cineastas planificaban en Mongolia el rodaje del día siguiente en función de lo imprevisto que la realidad les hubiera ofrecido el día anterior, pero no fue sino el amor quien guió todos sus pasos. Y empecé a oír la música. Era muy parecida, acaso idéntica, a la que oyeron Ingen Temee y el pequeño Botok. Se colaba por las bocacalles, la música del amor. Más allá del ruido y las rebajas, el horizonte se hizo enorme como en Gobi. Y yo estuve a punto de llorar como una camella.

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