El último bolero
Los lunes por la tarde hay sesión. Se abre el local poco antes de las 19.00 y el público acude poco a poco, franqueando la puerta con sus mejores galas. Ellas van de noche pese a lo temprano de la hora, con sus vestidos largos, sus blusas floreadas y sus peinados esculpidos en torno a orgullosas cabezas. Están guapísimas. Ellos no menos, con sus trajes de mil botones, sus lustrosos zapatos y la huella de la plancha aún humeando en las costuras. Pagan religiosamente los seis euros que cuesta la entrada, saludan al mismo portero que cada lunes les da la bienvenida y se adentran en uno de los últimos refugios que les quedan en la gran ciudad. Porque la ciudad ya no se acuerda de ellos, sólo de los jóvenes.
Son como náufragos los que acuden cada lunes a Época, una de las pocas salas de baile que aún quedan en Barcelona
Ellos no lo son. Lo fueron en las décadas de 1950 y 1960, cuando había decenas de salones de baile donde acurrucarse con Antonio Machín y decirse cosas tiernas era fácil y hermoso. Hoy sigue siendo hermoso, pero ya no resulta tan fácil. La tecnología difundió los discos y éstos acabaron sustituyendo a los músicos; la moda cambió la fisonomía de la música y las canciones se hicieron más apremiantes; los cabellos cayeron, los kilos acudieron y la evolución arrinconó a los antiguos bailarines, cerrando sus salones e hincando los dientes de la rentabilidad en un nuevo público más numeroso, joven y con dinero. Una de tantas historias tristes de la que como náufragos sobreviven quienes cada lunes acuden a Época para divertirse como siempre. Es una de las pocas salas de baile que aún quedan en la ciudad de Barcelona.
El escenario lo ocupa la Orquesta Apolo, cuyo nombre proviene de la sala del Paralelo de donde lo tomó y donde vivió mejores épocas. Ocho músicos vestidos de rojo, con un percusionista negro como Pepe Ébano, el del maestro Ibarbia. Al frente de ellos un cantante veterano swingea un clásico cubano y canta: "Cómo cambian los tiempos / Venancio / ¿qué te parece?". A sus pies los bailarines ocupan la pista sin aspavientos, moviendo cadenciosamente los cuerpos entre vaharadas de perfume, miradas furtivas y alientos que ellos depositan con primor en los cuellos de ellas. Como siempre. Historias de seducción que la vida nos muestra también entre piel plegada por el peso de los años. Al fin y al cabo, la vida es tersa muy poco tiempo.
Para el cantante de la Orquesta Apolo lo fue hace muchos años, igual que para su público. Hubo un tiempo en el que Tomás Ferrán se llamó Thomas Férran y lució mata de pelo, tipo apolíneo y mirada de seductor en la portada de un disco en el que cantaba cuatro temas. Uno de ellos, Por tu bien, lo había defendido en el VIII Festival Español de la Canción de Benidorm, donde llegó gracias a su espléndido papel como imitador de José Guardiola en el concurso radiofónico patrocinado por Fajas Jumar. En Benidorm coqueteó con la profesionalidad y quedó eliminado al mismo tiempo que Víctor Manuel y Jaime Morey. Ellos siguieron adelante, él optó por la seguridad de su trabajo en un taller de artes gráficas. Su disco de juventud acabó en los Encantes, pero su voz ha seguido sonando en directo durante 30 años en Gavina Azul, Monumental, Apolo y ahora en el salón de baile Época. Es un cantante de barrio.
Así le gusta definirse cuando ojea una carrera semiprofesional que alcanzó su esplendor en las décadas de 1970 y 1980, cuando abundaban los salones de baile y además podía ganarse un buen dinero en bodas en las que aún no se había introducido la pachanga ni las cancioncillas del Bisbal de turno. "Éramos un quinteto y dábamos la bienvenida a los novios con una violinada preciosa. Luego hacíamos la brasserie, o sea, tocar cuando los invitados comen. Interpretábamos a Vivaldi, Albinoni, Granados o Albéniz. Quedaba muy distinguido. Más tarde, ya en el baile, teníamos un repertorio de mambos, boleros, cha-cha-chás y pasodobles que hacía las delicias del personal. Eran otros tiempos". Al rememorarlo Tomás suspira como lo haría un indio al que han arrebatado sus praderas, recordando que el progreso digital y la difusión del gusto por la estridencia le obligaron a dejar las bodas, "harto de que nadie nos escuchase y todos pidiesen marcha. Casi llego a aborrecer la música".
Hablando con él parece improbable que pudiese ocurrir tal cosa, pues la música ha sido una pasión que durante años le ha empujado a vivir como en un bolero, su estilo predilecto.
Ahora, cuando la pleamar de su vida queda lejana, Tomás se aferra a sus boleros entre personas que negándose a ser arrinconadas quieren seguir viviendo como siempre. Son cada vez menos y en las mesas ya no les esperan licores, sino agua mineral o refrescos. Ya casi han desaparecido las orquestas que no se tiran a la salsa o a la música de éxito en las listas, ya casi no quedan salones donde bailar. Tomás cree que en pocos años todo habrá acabado y el ambiente en el que su vida ha escrito un bolero será un recuerdo difuso, como la interminable lista de locales que un día albergaron en Barcelona a los amantes de la música sentimental y del baile agarrado. Mientras tanto, La Paloma, Imperator, Marabú o Cibeles siguen dándoles cobijo. Pero sólo a Tomás Ferrán, cantante de la Orquesta Apolo, le han escrito una canción. Lo hizo su hijo Miguel, líder de un grupo de rock de los años ochenta que un día, pensando en su padre, cantó: "Suenan la orquesta y una voz / bajo la pérgola irreal / una triste canción de amor / rompe el silencio del local / suena un bolero en la ciudad / dulce momento que detiene el tiempo una vez más".
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