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Columna
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Las sillas

Las sillas han estado locas estos días de fiesta. Su ir y venir por la casa responde a la necesidad de buscarnos un lugar en el mundo y a las dificultades de ánimo y de espacio que surgen cuando queremos acoplarnos todos. Por mucho que se molesten los anacoretas, vivimos casados con el mundo, con todo el mundo, en la vida y en la muerte, en la inteligencia y en la estupidez, y por eso las sillas van de un lado para otro, de la cocina al salón, de los dormitorios a la mesa del comedor, de los restos nocturnos de champán a los libros amontonados en la mesa de trabajo. Sillas por todas partes y de toda condición, que simbolizan la fiesta y la comunidad cuando juntan sus modelos variopintos en torno a una cena o que dejan memoria de soledad cuando aparecen en un rincón oscuro de la casa, un garaje o un cuarto de baño. Lo bueno de las sillas es que se pueden mover. Allí acudió alguien para disfrutar de un respiro en medio del tumulto, entre el feliz reencuentro y la feliz despedida. Las sillas son un atlas de geografía humana, de distintas alturas y colores, muy apretadas alrededor de una mesa, conjuntando la frialdad metálica de las cocinas, el aire desenfadado de los dormitorios infantiles, la madera elegante de las bibliotecas y la uniformidad rota del comedor, que se ve desbordada por la fiesta, por el bullicio de las reuniones familiares o de las noches de copas con los amigos. A mucha gente le parecen más respetables y espirituales las tristezas. Hay quien se muestra partidario de la culpa, el dolor, el recogimiento y la muerte. Yo prefiero un villancico, incluso después de haberlo soportado por décima vez en una comida de primos lejanos, a un tambor de Semana Santa. Me paso la vida buscando sillas para los demás, pero nunca le he deseado una cruz a nadie.

La fiesta es tan inhumana como la tragedia, pero menos injusta. Ni siquiera la felicidad confundida con el consumo, con la estupidez hedonista de la sociedad mercantil, me hace dudar de las ventajas de la alegría compartida y de los regalos cuidadosos. Ante la amenaza de un penitente enamorado del dolor, me quedo con una señora dando codazos en las rebajas o con un pariente subido de tono y empeñado en brindar cada cinco minutos por los ausentes. Más que el modo de vida de los que se consagran a la muerte, acaba resultando admirable la solidaridad ante el dolor y la muerte de los enamorados de la vida. De ellos es el reino de las sillas que vienen a juntarse, mezclando sus razas diferentes, en torno a una botella de whisky, una conversación y unas cuantas canciones retorcidas hasta la hora de los gallos. A debida distancia, guarda siempre un silencio oportuno, como de viejo farero en soledad, la silla de los abrigos. Llega la gente, y se quita sus chaquetones, sus mantos, sus modos de combatir los fríos de la calle. A lo largo de la fiesta la silla de los abrigos ocupa un lugar discreto. Vigila, escucha, pone música. Luego se va despoblando para indicar el punto de las despedidas. Cobra entonces el aire de las cajas vacías, de los juguetes rotos, de los adornos de Navidad que vuelven a sus armarios, de las verbenas mojadas por la lluvia al final de los veranos. En la silla de los abrigos se sientan los melancólicos justo antes de correr en busca un merecido descanso.

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