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Columna
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El centro

El culto al centro: todas las divas desean ser el centro de las miradas, Aznar combatió contra el pasado de su partido para escorarse hacia el centro, la sede donde se hace recular al cáncer o se domestican las galaxias se llama centro de investigación. Un órgano con tan larga prensa como el corazón ocupa el centro del pecho: por eso, cuando Conrad empleó la expresión "el corazón de las tinieblas" estaba queriendo significar el núcleo de la oscuridad, su vértice más profundo y secreto. También yo, a qué negarlo, he sufrido la superstición del centro; me gusta que los cuadros que sitúo en la pared de mi salón respeten cierta horizontalidad y no tiendan a extremismos de izquierda o derecha; con once años los médicos me detectaron cierto estrabismo en uno de los ojos, que irremediablemente tira al centro; amo el centro de las ciudades: cuando vivía en París, estaba condenado a ocupar una mala zahúrda en la banlieu de Nanterre, a varios kilómetros, estaciones de metro y barriadas de inmigrantes del Louvre, pero me pasaba el día encima del Pont Neuf como si me hubieran enjaulado entre sus nueve pilares. Cuál es el misterio del centro, por qué nos magnetiza de este modo, por qué funciona como embudo y como desembocadura: tal vez porque las peonzas sólo giran satisfactoriamente si se sostienen en el justo medio, tal vez, como sugería Mircea Eliade, porque todo centro, se encuentre donde se encuentre, equivale al origen del universo, ese punto embrionario desde el que la realidad se extendió en latitud y longitud como una mancha de aceite sobre una papela de churros.

Siempre quise vivir en el centro, ya lo he dicho. En ocasiones prefería conmutar las clases de la facultad por largos paseos por el barrio histórico de Sevilla y jugaba a elegir los inmuebles que ocuparía en el futuro, cuando fuese grande y serio y no me atormentasen las apneas económicas: muchas veces me he visto recibir a los amigos en el salón de un apartamento de Reyes Católicos, o mirar el crepúsculo desde una balconada que prolongaba la fachada del Palacio Arzobispal. Fantasías: luego uno va descubriendo que el centro, que todos los centros, son esos fantasmas amables que nos consuelan de los baches de la vida pero que comparten la carencia de carne y de hueso con el hada madrina, el ángel de la guarda y el Ratoncito Pérez. Hoy vivo en la periferia de la ciudad, y desde mi ventana veo las torres alejadas; soy feliz, o he logrado un pacto con esa palabra por la que ella ha renunciado al poder de angustiarme: de todos modos, entiendo que para gente como yo, de mi edad y posición, el centro de Sevilla y todo cuanto lo circunda consiste en algo tan intocable como un dardo envenenado. Acabo de leer que el pasado año aportó un encarecimiento de la vivienda en la capital de hasta un 15,4 %, y que el suelo se vende casi a 2.000 euros el metro libre. Tal vez el destino de las ciudades resida en convertirse en un relicario de cosas viejas, en un museo arqueológico, en ceniza y huesos: la savia está obligada a circular por el exterior, a través de los jardines y las aceras por los que veo pasear a las jóvenes familias de la mano, aquí donde todavía sobran espacio y tiempo para los columpios y las fuentes. Y es que, como escribió Deleuze, ya es hora de que también la filosofía se mude del centro al extrarradio, mire afuera, se compre un chalé adosado si quiere seguir siendo joven.

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