_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Otro más

Consideramos que el tiempo es una materia: lo numeramos, lo dividimos en días, en horas, en minutos, en segundos. Incluso nos permitimos hablar de milésimas de segundo, para que nada quede sin medir. Troceamos el tiempo en días, en semanas, en meses, en estaciones, en años, en siglos, en milenios. Damos nombre a los días y a los meses...Vista así la cosa, el tiempo vendría a ser un mecanismo con muchas piezas, el verdadero y único y prodigioso artefacto del movimiento continuo, aquel perpetuum mobile con el que soñaron algunos de nuestros antepasados más chiflados e ingeniosos.

No sé, se encoge uno de hombros y se dice: "¿El tiempo? Pssss". Porque no anda uno para grandes expediciones metafísicas. O, como mucho, se dice: "El tiempo es lo que el tiempo nos destruye", o, si anda optimista, le añade una preposición estratégica y le cambia el verbo: "El tiempo es lo que en el tiempo nos construye". Para no llegar, en fin, a ninguna conclusión, quizá porque en esto se maneja el más abstracto de los conceptos abstractos: el tiempo. Uf.

Hoy termina un año. Otro. Este 2004 camina ya por un sendero de nieve, barbicano él y envejecido, moribundo y tiritando, con un farol en la mano incierta para buscar su tumba, en la que habrá de recostarse y cerrar los ojos cuando suene la campanada duodécima y vuelen por el aire los tapones insensatos de las botellas de champán, y las serpentinas erráticas, y el confeti confuso, y las parejas se besen para sellar de ese modo su espejismo.

Se nos va 2004 y nos deseamos un 2005 feliz y próspero, con la superstición de estar pronunciando una fórmula de hechicería, como si se tratase de un conjuro infalible, de unas palabras magas que harán que la felicidad -o cualquiera de sus sucedáneos- se fije en nosotros, porque el pensamiento se nos pone sombrío cuando nuestros asuntos cogen la mala costumbre de torcerse, y nadie consigue hacerse amigo de la angustia, y nadie acierta a convivir con sus terrores. "Feliz año", sí. "Próspero año nuevo", te dicen, y asientes, y sonríes, y devuelves la frase como si fuese un bumerán hecho de azúcar filosófica.

Cada año nuevo trae su cargamento de expectativas, así la expectativa consista en que todo siga igual, en su equilibrio, por si acaso. Pero también le despierta a uno, a partir de cierta edad, una conciencia de superviviente, de andar por aquí un poco de prestado, con la melancolía de tener ya más pasado que futuro, y con pocas ganas de imponerse proyectos, de amasar ilusiones, de reemprender las tareas demoradas, tal vez porque acaba uno comprendiendo que también lo que nunca hemos sido -y lo que ya nunca seremos, y lo que no haremos jamás- forma parte esencial de nosotros, de ese fantasma complicado que intenta acomodarse en el mundo con la misma dignidad que un emperador al que un bromista le ha puesto una chincheta en el trono.

Llega otro año y nos decimos: "Que venga bueno". Y esta noche nos tomaremos más de una copa. Y brindaremos. Y nos tragaremos las uvas, por qué no. Y mañana estrenaremos agenda. Y así vamos tirando.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_