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La Iglesia católica y los derechos humanos

Desde hace unas semanas, la Iglesia católica española, o mejor, su jerarquía, con gran protagonismo de la valenciana, y algunos grupos particularmente confesionales de su entorno (vg. Opus Dei, Legionarios de Cristo...) han iniciado una ofensiva contra la política del Gobierno de Rodríguez Zapatero en materia, lean bien, de derechos humanos. Porque de esto se trata cuando se combaten los matrimonios entre parejas del mismo sexo, la despenalización, todavía ni siquiera planteada, de ciertos supuestos de eutanasia, la mejor, que no la correcta, ubicación académica de la enseñanza de la religión en las escuelas, o la posibilidad del divorcio sin culpables, si quieren, por desamor, entre otros asuntos. Son propuestas todas perfectamente compatibles con la moral secularizada propia del constitucionalismo en el que se consolida la mejor filosofía de los derechos humanos en Occidente. Incluso, si se piensa bien, son caminos sin retorno una vez sean recorridos jurídicamente (como sucedió con la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo para ciertos casos), porque son desarrollos coherentes de exigencias básicas de libertad, la razón de ser de los derechos humanos. Lo contrario: la prohibición de los matrimonios gays, la concepción normativa de la vida como un don de Dios y, a fortiori, como una obligación absoluta del individuo incluso en situaciones de manifiesta e irreversible indignidad, la imposición de la asignatura de religión para todos o como materia evaluable o, por decirlo de una manera gráfica, la filosofía del derecho penal del enemigo trasladada a los procesos de divorcio, son opciones que casan mal con el constitucionalismo de los derechos; suponen cuando menos una lectura restrictiva de los derechos derivada de la no aceptación del carácter normativo del pluralismo y de la falta de respeto hacia la ética privada de cada cual cuando no daña a terceros. En el mejor de los casos, en suma, se trata de un paternalismo jurídico injustificado propio de sociedades cerradas y confesionales pero no de democracias avanzadas y maduras.

Y no hace falta ser un experto en historia y filosofía de los derechos humanos, aunque a algunos presuntos expertos no les vendría mal estudiar de nuevo estas cosas, para saber que lo que mueve en nuestro ámbito cultural su nacimiento, su invención si se prefiere, es la afirmación de la libertad y de la dignidad como rasgos definitorios de la condición humana. Por eso los derechos humanos son un concepto histórico propio del mundo moderno, porque sólo entonces (con los antecedentes, claro, de la Grecia Clásica y de la Roma republicana -las sociedades más secularizadas de la antigüedad-) son pensados por algunas cabezas heroicas enfrentándose, no sólo con las monarquías absolutas europeas, con el poder político de la época, sino con su eviterna compañera de viaje, la Iglesia católica. El hombre comienza a ser el centro del mundo y a centrase en el mundo, en éste, y no en el metafísico y ultramundano de Dios, y el individuo empieza a valer por sí mismo, a ser considerado como un ser digno de protección frente al abuso del poder y frente a la oscuridad, la represión y el miedo a la libertad inculcados por la Iglesia y sus misterios y que tan expresivamente describiera en El nombre de la rosa Umberto Eco.

Así, Fray Bartolomé de las Casas se enfrentó a la Iglesia Institución y a algunos de sus voceros, como Ginés de Sepúlveda, en una discusión sobre la naturaleza de los indios que, por cierto, evoca a la actual propiciada por algunos católicos sobre la de los inmigrantes como sujetos de derechos. Hobbes, casi siempre mal interpretado, desmontó el monopolio del poder de la Iglesia sobre las conciencias, lo que completó Locke con su Carta sobre la Tolerancia y apuntaló Kant con su idea de la unicidad del hombre como ser de fines. Rousseau o Condorcet, en el siglo XVIII, justificaron la democracia y la igualdad, y encontraron en la Iglesia católica uno de sus más activos enemigos. El feminismo y el socialismo democrático volvieron a toparse con la Iglesia en la segunda mitad del Siglo XIX en su reivindicación del sufragio universal, a los que ésta oponía los sagrados derechos de los Príncipes, la reclusión de la mujer en el hogar y la resignación de los pobres en su miseria. Y la Iglesia vuelve a ser protagonista contra los derechos humanos en buena parte del Siglo XX, con un papel más que ambiguo durante la segunda Guerra Mundial en su relación con el nazismo, como nos recuerda Costa Gavras en la magnífica película Amén. El pudor y las ambigüedades desaparecen en España, legitimando el golpe de Estado de Franco y la guerra posterior como cruzada, así como los cuarenta años de dictadura y la práctica de la pena de muerte incluso contra los que hoy, en una situación de normalidad democrática, no harían otra cosa que ejercer libertades políticas básicas, derechos humanos. Sólo con Pablo VI y con Juan XXIII la Iglesia gira el timón en defensa de los derechos humanos, hasta que Juan Pablo II vuelve a virar hacia la orientación más reaccionaria suavizada únicamente por su papel frente a la guerra. Los obispos españoles vuelven a la carga tras la victoria de Rodríguez Zapatero en una estrategia maquiavélica de ponerse la venda antes del golpe, en un ánimo de catacumba y victimismo que lleva a algunos, como el catedrático de Filosofía del Derecho Sánchez Cámara, a creerse un nuevo Pablo de Tarso contra los infieles socialistas.

Nada nos debe sorprender de una realidad que responde a una coherencia casi perfecta de la Iglesia católica contra los derechos humanos desde hace más de cinco siglos. Si los padres fundadores de la democracia y de los derechos, del constitucionalismo, consiguieron que sus ideas, aun a costa de sus vidas o de su libertad, triunfaran en condiciones mucho más desfavorables, ¿cómo no lo vamos a conseguir la inmensa mayoría de una sociedad como la española que ha demostrado hace muy poco, con ocasión de una guerra ilegal y profundamente inicua, que no ha perdido la sensibilidad por la libertad y por la paz, por esa paz que sólo es posible a través del Derecho, como diría Kelsen, de un derecho que hoy no es otro que el de los derechos humanos? ¿Dónde estaba Pablo de Tarso entonces? Se lo diré: firmando un manifiesto por una democracia sin ira a favor de la guerra. Que el Gobierno no tenga miedo en esto, que no pierda el buen talante si no quiere, pero sobre todo que no olvide los compromisos, al menos estos que son muy importantes, ni renuncie a las convicciones más profundas de lo mejor de la sociedad a la que representa.

Ah, lo olvidaba: chapeau por los religiosos valencianos, hermanos de la congregación de terciarios capuchinos Luis Amigó de Godella, que se han quedado en Costa de Marfil. ¿Haciendo qué, monseñores Rouco, Cañizares, García Gasco, o profesor Sánchez Cámara? Pues, sencillamente, defendiendo los derechos humanos, de verdad, sin muchos dogmas, sin victimismo ni hipocresía, pero con una valentía digna de héroes.

José Manuel Rodríguez-Uribes es miembro del Grupo de Estudios sobre Ciudadanía, Inmigración y Minorías de la Universitat de València.

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