'Noche de paz'
La historia del villancico más famoso del mundo muestra la clave del éxito y la felicidad.
El día de Nochebuena de 1818, el coadjutor de Oberndorf (Austria), Josef Mohr, hizo una visita al segundo organista, Franz Gruber, que daba clases en una escuela del pueblo vecino. Había escrito un pequeño villancico, le dijo. ¿Podía Franz ponerle música para coro y acompañamiento de guitarra?
¿Para cuándo?
Oh, para esta noche, por favor. Para que el coro la cante en la misa de gallo.
Así que Gruber se sentó y compuso rápidamente una melodía. "No-che de paz, no-che de amor".
Pero ahora viene lo curioso: en estos días no oiríamos la música de Noche de paz en cientos de miles de iglesias, capillas y hogares de todo el mundo; no se repetiría el texto en 300 idiomas, desde catalán hasta tagalo; no existiría, en el parque de Bronner's Christmas Wonderland de Frankenmuth (Michigan), una réplica de 19 metros de la capilla de San Nicolás de Oberndorf; no podríamos comprar, para hacer un regalo de empresa, una reproducción eléctrica de la capilla que toca Noche de paz por 29,99 dólares; no habría nada de todo eso, si los ratones no hubieran invadido el órgano de la iglesia original de San Nicolás.
Como había ratones en el órgano -la historia dice que eran ratones, pero a lo mejor eran ratas, o simplemente polvo-, hubo que arreglar el instrumento. Y eso hizo que Karl Mauracher, maestro constructor de órganos en el valle de Ziller, fuera a la iglesia de Oberndorf. Oyó el villancico y se llevó un ejemplar de vuelta al valle. Allí lo tocó o lo cantó ante una familia de hermanas cantantes, las Strasser, que debían de parecerse vagamente a la familia de Julie Andrews en Sonrisas y lágrimas. Las hermanas Strasser incorporaron Noche de paz a su repertorio durante sus viajes por las regiones de habla alemana en Europa central, en las que vendían guantes e interpretaban canciones llenas de gorgoritos. Por lo visto, otro grupo similar de hermanas cantantes, las Rainer, cantó el nuevo éxito popular ante los emperadores de Austria y Rusia, y lo llevó a Norteamérica en 1839. (Da la impresión de que no era posible viajar tranquilamente por Europa central sin verse abordado por un grupo de cantantes austriacas).
Así empezó Noche de paz su camino hasta convertirse en el villancico más famoso del mundo. Por supuesto, la melodía es bastante buena. La letra tampoco está mal, por lo menos la primera estrofa, aunque yo casi prefiero esta versión en el dialecto Ho-Lo-Oe de Taiwan:
Peng-an mi! Seng-tan mi!
Ching an-cheng! Chin kng-beng!
Kng chio lau-bu chio Eng-hai,
Chin un-sun koh chin kho-ai,
Siong-te su an-bin,
Siong-te su an-bin.
Pero la magia está en la melodía. Sobre todo, en su sencillez. ¿Fue porque Franz Gruber no tenía más que unas cuantas horas para escribirlo a toda prisa y ensayar con el coro, además de cortar la leña, ordeñar la cabra y desplumar el ganso de Navidad? ¿O porque el órgano se había roto y la música tenía que ser sencilla para que pudiera interpretarla una guitarra? ¿O porque conocía las limitadas facultades musicales del coro de su pueblo? Fuera por lo que fuera, esa sencillez hace que sea universal.
Pero existen seguramente cientos de canciones tan bellas como ésta y, desde luego, muchos cantos navideños de aficionados con la misma calidad. ¿Por qué es ésta la más conocida de todos los tiempos, probablemente incluso más que Yellow Submarine de los Beatles? Respuesta: los ratones del órgano. En otras palabras: el azar, la suerte, la fortuna. O, como suele ocurrir en estos casos, toda una serie de afortunadas coincidencias; suponiendo, con la generosidad del espíritu navideño, que nuestra definición de suerte incluya terminar como "regalo de empresa" en Bronner's Christmas Wonderland.
Napoleón era consciente de ello cuando, después de que le elogiaran a uno de sus oficiales, preguntó: "¿Es afortunado?". Maquiavelo lo subraya en El príncipe: "Creo que probablemente es cierto que la fortuna es el árbitro de la mitad de las cosas que hacemos, y deja la otra mitad, más o menos, para que la controlemos nosotros". Sin embargo, la mayor parte del tiempo, actuamos como si la parte de nuestro destino que está en nuestras manos fuera mucho mayor. Tenemos la sensación de que, si una persona ha triunfado o es rica, debe de ser porque es especialmente competente; si las empresas prosperan, deben de estar bien dirigidas. Y caemos sin cesar en lo que Henri Bergson llama "las ilusiones del determinismo retrospectivo". Si ha ocurrido algo, es que tenía que ocurrir. Debía de haber buenos motivos para ello. Es como si no pudiéramos soportar la idea de que tantas cosas sean producto del azar. Porque, si es así, ¿para qué esforzarnos tanto?
La religión que celebra Noche de paz dice asimismo estas palabras: "Que ni es de los ligeros la carrera, ni la guerra de los fuertes, ni de los sabios el pan, ni de los prudentes las riquezas, ni de los diestros el favor; sino que tiempo y ocasión acontecen a todos". Pero el cristianismo sugiere otro diseño más amplio, en el que los esfuerzos realizados en esta vida se ven recompensados en la próxima. En la capilla de Oberndorf, un monumento muestra a Josef Mohr escuchando, desde una ventana en el cielo, a los niños que cantan su villancico en la Tierra.
¿Y cómo se vive con esa verdad clara y contundente de que, al final, la mitad de las cosas dependen de la suerte? ¿De verdad resulta tan insoportable? ¿Qué consuela más, pensar que la tragedia ocurre con motivo o sin él? ¿Por culpa de un gen extraviado, un demonio, una causa socioeconómica, o simplemente debido al azar? Si sabemos que una persona puede atribuir la mitad de su buena suerte precisamente a la suerte, ¿es mejor o peor?
Por supuesto, la buena suerte no existe sin la otra mitad. También hay que trabajar. Así que, con la tranquilidad que da saber que la mitad de lo que suceda se va a deber al azar, láncese usted a escribir esa letra de canción. Pídale a un amigo que ponga música a toda prisa para la representación de la noche. Y luego siéntese a esperar a que los ratones invadan el órgano. Pase lo que pase, siempre tendrá la canción.
Timothy Garton Ash es historiador británico. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. www.freeworldweb.net
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.