La alegría del fútbol
Si el fútbol se midiera por años naturales, el equipo de 2004 sería el Barça, y no sólo por una cuestión de resultados, que posiblemente también, sino por lo bien que juega y lo feliz que se siente por cómo viene jugando, aunque haya alcanzado fatigado diciembre. La grandeza del equipo está precisamente en que ha recuperado el fútbol como juego y, consecuentemente, el marcador no siempre está a salvo de un pelotazo. Ya se sabe que la diversión se confunde a veces con la travesura. Este año, en cualquier caso, el Barcelona se lo ha pasado pipa.
En apenas 16 meses, ha pasado de reflejarse en el rostro apesadumbrado del exquisito Juan Román Riquelme a expresarse en el cuerpo festivo de Ronaldinho de Assís Moreira (Porto Alegre, 1980). El brasileño le ha cambiado la cara al Barcelona. Para entender la transformación azulgrana hay que remitirse necesariamente al delantero. Se ríe siempre Ronaldinho, y con él se ríe el Barça, y si al futbolista le duele el tobillo y parece algo cansado, es el equipo el que anda cojo y con poca gasolina. Para saber del impacto de un futbolista sobre el club hay un detalle inequívoco en el Camp Nou: consiste en contar los niños que saltan al estadio para hacerse la foto con el equipo antes del partido. Frente al Deportivo se juntó la cifra récord de 70. La gracia de Ronaldinho es que se muestra como es. No tiene truco.
Al 10 del Barça se le aplaude tanto en casa como en campo contrario porque su juego alegre genera armonía y no transmite agresividad
La FIFA le presenta como "un himno a la alegría" por su carácter lúdico y también por su capacidad para inventar jugadas. Ronaldinho enriquece el fútbol porque a cada partido presenta sorprendentes gestos técnicos. Frente al juego de sala homologado, físico y científico, Ronnie exhibe un surtido de nuevos quiebros como las ya célebres espaldinha o la elástica. El fútbol del brasileño nos devuelve a la playa, al patio, a la calle, de manera que es natural que los niños intenten imitar sus sombreros, sus controles asombrosos, su capacidad para improvisar la mejor solución al peor de los problemas.
A Ronaldinho le aplauden tanto en casa como en campo contrario porque genera armonía y no transmite agresividad. Podría decirse que pretende llegar a la victoria a través de la amabilidad, y si se gana alguna patada es porque a veces los adversarios confunden la diversión con la burla, sobre todo cuando el partido ya está resuelto. Ocurre, sin embargo, que Ronaldinho no quiere parar nunca.
A su talento añade un físico prodigioso. Un purasangre. A la que recibe el balón, sale rápido, acelera, elimina rivales y remata. Es muy difícil tirarle al suelo. Tiene una carrocería dura y potente. Los médicos dicen que el suyo es el cuerpo de un velocista de 100 metros. Pese a que es más pasador que goleador, la mayoría de sus tantos quedan registrados en la selectiva memoria futbolística.
A partir de Ronaldinho, el Barcelona ha completado un equipo que ha despertado a la hinchada. Vuelve a llenarse el estadio, y la gent blaugrana se siente dichosa porque entiende que no hay jugador más singular y de juego más dulce que el brasileño. Los más veteranos de tribuna quieren adivinar en Ronaldinho el mismo efecto que tuvo Johan Cruyff a su llegada en 1973-1974. Al Barça le encantan futbolistas del calibre de Ronaldinho. Ya pasó con Romario, Rivaldo y Ronaldo. Figuras indiscutibles en Brasil se coronaron como los mejores jugadores europeos en el Barça. Históricamente, el Barcelona ha fabricado balones de oro con la misma facilidad que los ha perdido. Aunque precisamente no sea guapo, el club azulgrana no puede tener mejor cartel de propaganda que Ronaldinho, un jugador que enamora por su fútbol, siempre festivo y positivo.
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