Ni ética ni mística
Va de suyo que a los contemporáneos les resulten siempre extraños los tiempos que les ha tocado vivir. Pero habrá que admitir que hay extrañezas y extrañezas. Si pensamos, por ejemplo, en los inquilinos habituales del mundo de las ideas, una rápida ojeada a nuestro entorno permite constatar mudanzas (¿o son sólo paradojas?) decididamente llamativas. Antiguos marxistas aplicados con ahínco a la escalada social, presuntos nietzscheanos transpirando resentimiento por todos los poros de su piel, conspicuos hermeneutas incapaces de interpretar adecuadamente los signos que les ofrece su presente, y así sucesivamente.
En circunstancias normales es muy posible que Juan Antonio Estrada no hubiera experimentado la necesidad de titular su libro en la forma en que lo ha hecho (Por una ética sin teología). Pero el propio Habermas, en quien se centra el trabajo, ha ido modificando sus puntos de vista al respecto, y de participar en la atmósfera sociológica y funcionalista de los sesenta, en que se cuestionaba el significado y validez de las tradiciones religiosas y se daba por descontada la desaparición de cualquier forma de las mismas en las modernas sociedades desarrolladas, ha pasado a prestar mayor atención al significado y tareas de la religión en relación con preguntas existenciales y metafísicas.
POR UNA ÉTICA SIN TEOLOGÍA. HABERMAS COMO FILÓSOFO DE LA RELIGIÓN
Juan Antonio Estrada
Trotta. Madrid, 2004
235 páginas. 14,42 euros
TIEMPO DE TRANSICIONES
Jürgen Habermas
Trotta. Madrid, 2004
213 páginas. 17 euros
Ello no significa, claro está, que las líneas de demarcación se hayan difuminado. Habermas mantiene el criterio de separación entre filosofía y teología, del mismo modo que no se apea de su proverbial ateísmo metodológico. Pero reconoce que hay amenazas de esta época nuestra, posmetafísica, que no han obtenido una respuesta adecuada. Escepticismo metodológico, pluralismo relativista y nihilismo ontológico permanecen en el centro del debate actual, como desafíos teóricos para unos y como tentación involucionista para otros.
Ahora bien, conviene subra
yar la asimetría de ambos aspectos. Porque mientras en el primero la discusión permanece, con toda coherencia, en el plano de lo mismo, para el segundo la apelación al sentido -o a cualquier otra instancia o recurso que permita el suficiente margen de indeterminación- ha funcionado desde hace un tiempo a modo de burladero por el que, una y otra vez, se reintroducía alguna variante de la idea de trascendencia. La maniobra resulta sobradamente familiar: cualquier cosa, la que fuera, que no se podía pensar o que no se dejaba nombrar adecuadamente pasaba a ser considerada, por sistema, como prueba concluyente a favor de dicha idea.
Hay aquí un problema que probablemente el pensamiento que se reclamaba de una determinada tradición -materialista y animada por un inequívoco impulso emancipador- no valoró de manera pertinente, tal vez por un empeño excesivo u obstinado en romper amarras con todo lo anterior. O quizá fue que la filosofía, pensamiento secular por excelencia, nunca estuvo en condiciones de soportar la competencia desleal de la religión, como Habermas tiene señalado: "En una situación de pensamiento posmetafísico, como es la nuestra, la filosofía no puede sustituir el consuelo con el que la religión puede ayudar a soportar el dolor inevitable o la injusticia no reparada". En todo caso, tampoco en Tiempo de transiciones encontrará el lector argumentos a favor de esa mística de los vencidos, tan a la orden del día últimamente.
En el fondo, perseverar de manera simplista en una dicotomía tajante y excluyente entre vencedores y vencidos en la historia, cuyo radical antagonismo se confía en que nos proporcione los necesarios elementos redentoristas para decidir qué tenemos que hacer en cada momento, implica -además de consideraciones de orden ético: debería estar penalizado invocar en vano el nombre de los que han sufrido- ejercer una violencia desmesurada sobre nuestro relato del pasado, siempre mucho más complejo y lábil de lo que desearíamos.
Me relataba la anécdota la hija de los protagonistas. El padre, franquista de la primera hora, asistía con irritación y desasosiego crecientes a los cambios de todo tipo que estaba trayendo consigo la transición democrática en nuestro país. Un día, la madre, cansada de tanto mal humor, le dio a su marido el imposible (e impagable) consejo: "Cariño, la próxima guerra que hagas, por favor, piérdela".
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