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Reportaje:

Siete 'palacios' en un hangar

Hay un hangar en los suburbios de Milán que esconde un enigma fascinante. Son siete torres que pertenecen al pasado o al futuro, pero no al presente, ordenadas en una composición cabalística que permite un número infinito de conjeturas. Los siete palacios celestiales, de Anselm Kiefer, hacen referencia a los siete niveles de la espiritualidad y constituyen una potente combinación de arte y mística, un desafío a la inteligencia y al espíritu humanos.

Se trata de un asunto ajeno a las reglas del negocio. Y conviene situarse en el lugar para hacerse una idea. Hay que ir a La Bicocca, la inmensa finca donde Pirelli tenía sus antiguas factorías, y buscar un enorme hangar negro, de 62 metros de altura, casi 200 de longitud y 30 de anchura. No existe puerta, sólo una cortina oscura que se agita con el viento. Dentro, sobre tierra y escombros, se alzan las torres: siete "palacios" grises hechos con planchas de cemento armado, erizados de hierro, lastrados con plomo para que se inclinen y tiemblen en una penumbra silenciosa.

Anselm Kiefer, nacido en Donaueschingen, Alemania, en 1945, es un hombre reservado que apenas ofrece entrevistas o explicaciones verbales sobre su trabajo. Empezó a estudiar Derecho pero lo dejó en 1966 para dedicarse a ironizar sobre los pasajes más tétricos de la historia reciente alemana. Su primera creación consistía en una serie de fotografías del propio artista, brazo en alto, frente a edificios y paisajes representativos de su país. Su pintura, un paisajismo abstracto de atmósfera neoexpresionista (Kiefer es un estudioso de Joseph Beuys), evolucionó con la incorporación de elementos de la mística hebrea hasta convertirse en una especie de metafísica tangible. Luego, se adentró en la escultura-arquitectura y empezó a trabajar con cemento sucio, hierros oxidados y materiales de derribo para proponer reflexiones sobre la tensión entre lo racional y lo irracional. Una tensión que, para él, define el espíritu alemán, violentamente desequilibrado desde Auschwitz.

Sus trabajos más actuales hacen pensar en la devastación de la guerra. Eso dice todo el mundo. El año pasado creó una escenografía para la ópera Elektra, de Richard Strauss, representada en el teatro napolitano de San Carlo. Los mitos escandinavos rescatados por las óperas decimonónicas alemanas forman parte del sistema de códigos personales de Kiefer (su hija se llama Elektra) e inspiran buena parte de su obra. En Nápoles, los críticos musicales hablaron del "paisaje posbélico" y del supuesto "búnquer iraquí destripado" donde Elektra rumiaba su terrible venganza. Lo mismo podría decirse de estas torres. Incluso podría evocarse una estética de campo de exterminio o (muy improbablemente, ya que Kiefer prefiere no comentar los acontecimientos contemporáneos) de una sugerencia sobre la caída de las Torres Gemelas. Todo es susceptible de simplificación.

Las torres son mucho más

que eso. En realidad, destilan paz. Podrían ser interpretadas como un juego de símbolos fálicos o una metáfora del desafío a Dios y del correspondiente castigo (Babel) o como un homenaje a la fragilidad de las obras terrestres, condenadas a la decadencia y la ruina. Pero conviene atenerse a las pistas del artista: las manchas azules en una fachada, las piedras que rodean uno de los "palacios", las inscripciones sobre el cemento, los libros rotos, las series de cifras... Las claves místicas son tan abundantes que no hace falta un experto para identificarlas. Los significados son más complejos.

Kiefer, como cualquiera que se adentra en la mística hebrea, tiene presente el tzim-tzum, una teoría del rabino medieval Isaac Luria. El universo es una cosa, Dios es otra; el universo (el hombre) se expande sin cesar, "robándole" espacio a un Dios que para crear un espacio terrestre, un "vacío no sagrado" destinado a la humanidad, se ve obligado a arrinconarse en un confín cada vez más remoto. Cuanto más crecen el universo y el hombre, en resumen, más lejos se esconde la divinidad en un doloroso autoexilio. Eso es el tzim-tzum. Los trabajos escultóricos de Anselm Kiefer suelen ser de gran tamaño, y en ocasiones gigantescos, como estas torres, y evocan el problema de la expansión-contracción y de la aparente incompatibilidad entre lo humano y lo sacro.

Tzim-tzum es el nombre de uno de los edificios. Otro es el Depósito de estrellas. Casi aparejados se alzan el Shevirat (la trágica destrucción de los vasos de luz divina) y el Tiqqun (el proceso de reparación de los vasos por parte del hombre). Un palacio esencial es el llamado Sefiroth. Los sefiroth son los diez atributos divinos, que, organizados de cierta forma, trazan la vía iniciática para el encuentro con Dios y revelan el plan de la Creación. La disposición de las torres, que el visitante encuentra ante sí en una línea más o menos perpendicular a la mirada y lo bastante irregular como para permitir combinaciones visuales de dúos, tríos y cuartetos, propone una solución al misterio.

Hay otros misterios en torno a Los siete palacios celestiales y al hangar de La Bicocca. No está claro si Pirelli asumirá el proyecto de establecer en ese paraje posindustrial un gran centro de arte contemporáneo. De momento sólo ha cedido el hangar para que las torres puedan ser visitadas sin necesidad de ir a la fábrica abandonada de Barjac (Languedoc francés) donde vive, trabaja y "expone" el artista. Tampoco se sabe qué ocurrirá con los "palacios".

Isette palazzi celesti. Hasta el 12 de febrero de 2005. Hangar Bicocca. Viale Sarca 336, Milán.

Imagen de 'Los siete palacios celestiales', de Anselm Kiefer.
Imagen de 'Los siete palacios celestiales', de Anselm Kiefer.

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