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Reportaje:REPORTAJE

Historia de dos amigas

Javier Araujo está tumbado en su cama de la habitación 908 del hospital vizcaíno de Cruces. Tiene vendadas las piernas, los brazos y las manos. En total, el 26% de su cuerpo sufre quemaduras de segundo y tercer grado. Aun así, se puede decir que aquella noche, la del 23 de noviembre pasado, Javier, de 20 años, fue el único que tuvo suerte. Sandra, de 17, y Ana María, de 16, murieron carbonizadas dentro de un cobertizo a las afueras de Santurce (Vizcaya). Los forenses debieron recurrir a las pruebas de ADN para identificarlas. El presunto autor del incendio, un joven de 16 años llamado Ekaitz, fue detenido cuatro horas más tarde por agentes de la Ertzaintza mientras dormía en su casa.

"Nosotras siempre hubiéramos querido los padres de las demás", confiesa Patricia, la hermana melliza de la joven asesinada por su antiguo novio
Al día siguiente del crimen, la palabra "chabola" inundó todos los periódicos y contagió a sus víctimas de su carácter marginal

Al día siguiente del crimen, la palabra "chabola" inundó todos los periódicos y contaminó a las víctimas de su carácter marginal. También la palabra "celos" -el detenido se vengó de Ana María porque lo había dejado- contribuyó a que se zanjara la cuestión atribuyéndola a una mezcla fatal de lumpen y machismo. Sin embargo, la verdadera historia de Sandra, Ana María y Ekaitz nada tiene que ver con marginación, drogas o delincuencia. Hijos de familias trabajadoras, decidieron hace seis meses romper con los mayores y vivir, a su manera, una vida distinta.

Del último capítulo de esa aventura sólo queda un único testigo, Javier Araujo. "Ya sería casi la una de la madrugada y estábamos llegando a la chabola, que no era como la gente se imagina. Estaba limpia y teníamos un equipo de música, una tele y una PlayStation. Los jóvenes de aquí suelen alquilarse una lonja para estar juntos unas horas, desde que salen del colegio o del trabajo hasta que se van a casa. Nosotros preferimos ahorrarnos el dinero y arreglar una chabola que habíamos encontrado vacía en el barrio de El Bullón. Aquella noche hacía frío. Sandra y yo íbamos delante. Ella llevaba puestos unos pendientes y una pulsera que yo le había regalado esa misma tarde. Quería que fuese mi novia. Unos metros más atrás, Ekaitz intentaba convencer a Ana María para que volviera a salir con él, pero ella le decía que no, que acababa de conocer a un chico, Jonathan, que la quería y no la pegaba. Cuando llegamos, Ana María y Ekaitz siguieron hablando un buen rato, igual una hora o dos, y como él no conseguía ni liarse con ella ni nada, se debió de mosquear y cogió la puerta, la chapó y puso la cadena. Pensábamos que se había ido, pero de repente tapó con un sofá la puerta de entrada y vimos que salía fuego. Le di unas patadas a la puerta y se abrió, pero detrás estaba el sofá y, como era de algodón, empezó a prender fuego a mogollón. Las agarré para que saltaran hacia fuera, pero no me dejaban; cuando cogía a una, se me escapaba la otra. Tenían pánico. Cuando me di cuenta de que me estaba ahogando, decidí saltar para salvarme yo y luego ir a buscar ayuda".

La ayuda no llegó. Antes de amanecer, Patricia, la hermana melliza de Sandra, se enteró del crimen y tuvo la sensación de haberse quedado sola en el mundo. "Se murieron juntas mi hermana y mi mejor amiga. Si alguien me asegurara", dice una y otra vez, "que si me muero iría a parar a donde están ellas, me moriría. Pero nadie me lo asegura".

Sandra, Ana María y Patricia lo habían compartido todo desde que se conocieron el último verano. Fue entonces cuando las hermanas mellizas, que vivían en Baracaldo con su madre, llamaron a la Ertzaintza para decir que se querían ir de casa. Patricia prefiere callarse los motivos, pero como resumen ofrece una frase: "Nosotras siempre hubiéramos querido los padres de las demás". La policía las remitió a la Diputación de Vizcaya e ingresaron en un centro de acogida que regentan las hijas terciarias capuchinas en el centro de Bilbao. Y allí estaba Ana María. Se entendieron al primer vistazo y juntas hicieron algo que ya era una constante en sus vidas: se escaparon.

"Ana María se escapaba siempre. Del reformatorio, de su casa... ¿Para qué? No lo sé, pero Ana María se escapaba siempre". Si alguien sabe de la vida de Ana María, ésa es Ane. Se conocieron cuando tenían 11 años y eran alumnas del colegio Nuestra Señora del Carmen de Portugalete. La Diputación de Vizcaya acababa de encontrar una madre adoptiva para Ana María. Se llamaba Amabeli e hizo todo lo posible porque la niña rompiera para siempre con su pasado. "Ana María", cuenta Ane, "perdió a su madre muy pronto. Se murió de cáncer. Contaba que su abuela la obligaba a mendigar por las calles de Barcelona y que aquella vida era terrible". Sobre el papel, Ana María tenía en casa de Amabeli todo lo que antes le había faltado. Sin embargo, a principios de este año, la madre adoptiva pidió oficialmente el cese del acogimiento. La menor volvió al centro de acogida. Patricia describe el encuentro en una libreta grande, de páginas cuadriculadas, donde su facilidad para expresar sentimientos contrasta con una ortografía propia de quien ha faltado mucho a clase: "Las tres compartíamos una rebeldía inocente de adolescentes que simplemente intentan llamar la atención para que se les preste ayuda y cariño... Unas vidas paralelas que se cruzaron en su peor momento. Las tres nos encontramos allí y nos contamos nuestras más duras anécdotas. Decidimos seguir juntas nuestro camino". Y ese camino estaba en dirección a El Bullón.

Falta de cariño

El Bullón es un barrio de Santurce donde vive gente trabajadora en casas remendadas, cada una con un estilo y un achaque distinto. Al final del barrio, lindando con la carretera y soportando un desnivel de vértigo, estaba el cobertizo. "Cuando Ana María se escapó", recuerda Javier, "le dijimos que se podía quedar a dormir. Fue allí donde conoció a Ekaitz". Su nombre en castellano significa tormenta y refleja lo que fue su vida en los últimos tiempos. "Por él", cuenta Patricia, "ella cambió hasta su forma de vestir. Una vez que se dejó un hombro al aire la llamó de todo. También la pegaba, pero Ana María se lo perdonaba porque estaba muy falta de cariño. Nosotras la entendíamos porque nos había pasado igual". Además de la predisposición a fugarse, hay otra constante que comparten todos los protagonistas de esta historia, y es su complicada relación con el cariño. Se le pide a Javier que defina a Ekaitz y suelta una frase muy meditada: "Es un chaval muy raro, en su casa le consienten hacer todo lo que quiere".

Al hablar del entorno del presunto criminal y de sus víctimas, ni Ane, ni Patricia ni Javier se refieren a la situación social o al dinero. Sólo tenían el que les daban sus padres, pero se conformaban. Los tres hablan del buen humor de Ana María y de Sandra, del cuaderno naranja donde apuntaban a diario sus penas, de un perfume con olor a moras que usaban a medias y, sobre todo, de su única obsesión: que las quisieran.

Patricia, hermana melliza de Sandra, deposita un ramo de flores en el lugar del crimen.
Patricia, hermana melliza de Sandra, deposita un ramo de flores en el lugar del crimen.SANTOS CIRILO

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