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Columna
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Se vende

El mundo no es una mercancía. Este es uno de esos lemas brillantes por medio de los cuales los movimientos sociales por la justicia global, mal llamados movimientos antiglobalización, ponen el dedo de la denuncia sobre la llaga del horror que dos mil años después de Cristo, doscientos y pico años después de la Revolución Francesa y cincuenta y tantos años después de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, sigue siendo la norma en nuestro mundo. Tal vez no aquí, o tal vez no del mismo modo, de ese modo sangriento y descarnado que es ley de muerte en tantos otros lugares. Por estos pagos es aún posible echar cuentas del tiempo pasado y reducir a Manrique a licencia poética. Por aquí la mayoría (no todos) podemos permitirnos el lujo de pensar que lo malo y lo bueno se plasman en Aznar y Zapatero, en el aumento o la reducción del precio de la gasolina. Por el aquí más de aquí, en el aquí de aquí mismo, llegamos incluso a negar una historia de indudable desarrollo político, social y económico que, en el peor de los casos, no pasaría de decepción por descubrir que los reyes son los padres, decepción que nunca ha significado, por cierto, el final de los regalos navideños.

¡El mundo no es una mercancía!, gritan los globalizadores de la decencia y de los derechos humanos. Lo que quieren decir es que el mundo debe dejar de ser la mercancía global que ya está siendo. En la sección segunda de El Capital, Karl Marx explica certeramente la fórmula general del capital: frente a la consideración del dinero como mediación para la compra y la venta de mercancías (M-D-M, donde M es mercancía y D dinero), poco más que un lenguaje útil para intercambiar en el mercado productos de muy distinta naturaleza, el capitalismo instaura un régimen económico cuyo objetivo es comprar para vender (D-M-D), de manera que la mercantilización total de la realidad, en cuanto que medio para la multiplicación del capital, es la utopía del capitalismo global. La última vuelta de tuerca de este régimen, evolución que Marx no pudo ni imaginar, está teniendo lugar en los mercados de capitales, donde ya no es necesaria la concurrencia de ninguna mercancía, sino que es mismo dinero el que se compra y se vende (D-D).

"La reinvención de la Economía Global -escribe John Saul- permitió que las grandes estructuras corporativas y sus consultores de los departamentos universitarios de economía reabrieran todo el archivo del primer capitalismo. La civilización occidental se había pasado un siglo domesticando ese capitalismo desagradable para que actuara de manera decente. Esto se hizo cuidadosamente para no eliminar el motivo del lucro. Abruptamente, esa bestia salvaje vuelve a quedar suelta bajo el disfraz de la inevitabilidad". Así es. Nunca como en estos tiempos podríamos recordar aquel lamento: nos hemos convertido en aquello que combatíamos hace unos años. El sorprendente Alejandro Baricco advierte que una buena parte del siglo que acabamos de dejar atrás estuvo dedicada a evitar un mundo como el que ahora emerge como pesadilla para tantos del sueño del globalismo neoliberal; un mundo que describe así: "La decantación del planeta hacia una competición con pocas reglas, donde casi todo está permitido, donde el beneficio es el único indicador de fuerza, y donde gana el más fuerte, tout court". Todo lo que pueda ser utilizado como medio para producir dinero debe ser reducido a la condición de mercancía: la virtud de los políticos, la virginidad de las niñas, los remedios contra las enfermedades, la democratización de Irak...

De esta manera se está consolidando un capitalismo estructuralmente necio que confunde valor y precio, y que al confundir ambos desvaloriza todo aquello a lo que no se puede poner precio y desprecia todo aquello que sólo sabe valorar reduciéndolo a dólares o euros. Y yo me pregunto, ¿de verdad no tiene nada que ver todo esto con la deriva que vienen sufriendo instituciones fundamentales para la existencia de sociedades decentes? Instituciones como la escuela, el Estado, la familia, el mercado de trabajo, los medios de comunicación. La mercantilización de la realidad genera, nadie lo duda, insospechadas oportunidades de negocio. Pero, si no lo evitamos, comprobaremos que el precio que hemos de pagar por ello es demasiado elevado.

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