Tertulias
La tertulia de café fue algo muy típicamente madrileño. Eran reuniones, generalmente en torno a una figura o figurón de las letras, donde los ingenios de apartadas tierras venían a aprender, no se sabe bien qué aunque, al menos, espabilaban las vacilantes vocaciones artísticas de los ingenios periféricos. De aquellas tertulias no queda ni rastro. Hoy, si alguien tiene talento reconocido no está dispuesto a dilapidarlo ni compartirlo durante largas horas de sobremesa diurna o nocturna. Tampoco está muy claro -al menos para mí- si la decadencia y desaparición de los cafés que había en Madrid se debe a que no hay tertulias o éstas desaparecieron con la deserción de los intelectuales, cuajados o en agraz.
En más de una ocasión me he referido a este asunto, recordando con nostalgia, aquellos pequeños areópagos donde los jóvenes escuchábamos embelesados las muestras de ingenio y saber de nuestros mayores. Aquello se acabó, aunque sobreviven rescoldos en algunos bares, preferentemente al mediodía. Las que conozco están generalmente compuestas por jubilados, unidos merced a viejos lazos de amistad o de una previa actividad común. Nadie detenta el magisterio, quizás porque un privilegio de los viejos es no respetar a los contemporáneos y abroquelarse en la experiencia personal.
En ocasiones, como ocurrió el otro día, se tantean viejos y acreditados conceptos, sobre los que, con entera libertad de expresión como no suele haber en otros foros, cada uno expone su criterio, sin que quiera decir esto que tal criterio sea respetable. Saltó a la palestra, entre copas de vino y refrescos, el concepto de libertad y, con la cansada armonía de quienes hemos vivido mucho tiempo, parecíamos estar de acuerdo en que es algo por lo que merece la pena luchar, incluso hasta las últimas consecuencias, aunque también era algo en extremo frágil y perecedero.
Alguien sostuvo que el hombre no nace libre, ni lo es enteramente a lo largo de su vida y esa carencia es la que ennoblece la lucha posterior. Aunque hace más de un cuarto de siglo que la sociedad española accedió a un régimen presuntamente democrático y varias generaciones han nacido en ese nuevo estado, convendría que los descendientes tuvieran ciertas nociones sobre el origen y las vicisitudes por las que se llega a creer que somos libres.
Uno de los contertulios sostiene que muchos autoapellidados demócratas entienden la libertad y la democracia como algo vinculado a sus propias ideas y conveniencias. Cuanto se oponga o disienta es considerado heterodoxo e incluso perseguible. Suelen agitar las flácidas banderas llamadas izquierdas, derechas o centro, meras consideraciones superadas. Si, en el fondo, pertenecen a la facción derechista gritan un poco más para que sus argumentos se entiendan mal; si del bando contrario, acuden con frecuencia a la identificación del adversario con el calificativo de fascista, retrógrado, cavernícola, este último adjetivo en vías de desaparición. Alternativamente conquistan y pierden canonjías, influencias, poder, en suma, deseando confinar al adversario en el paro o en la miseria, si es posible.
Llegó a la reunión, de refresco, como esos jugadores suplentes que saltan al campo en los últimos minutos, uno de los habituales, que se hizo cargo de la situación y quiso resumir el largo y perezoso debate: "Desengañáos, en el plano político lo que suelen cambiar son unas cuantas palabras, la esencia permanece casi intacta. Defendemos nuestras convicciones que coinciden con nuestros intereses. Y los más desaprensivos, del campo que sea, se envuelven en sagrados estandartes o polvorientos argumentos desde donde consolidar posiciones e impedir que otro les desaloje de ellas".
"Eres un maldito cínico", le lanzó alguien que se daba por aludido: "Y tú un facha", fue la respuesta. "Pues anda que tú, chulo...".
Afortunadamente, se acercaba la hora del almuerzo y el regreso de cada mochuelo a su olivo. Los que discutieron y parecía que iban a agredirse, salieron emparejados. Dos grandes campeones de la libertad, el progreso, la patria, el trono, el altar y todas esas cosas. Algunos clientes cercanos, que habían seguido distraídamente el altercado parecieron intrigados. Nosotros no, porque siempre habían procedido así. Al fin y al cabo, son hermanos. ¡Y españoles, qué se han creído!
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