Noche de lobos
Hay autores medianos que entran en España por la puerta grande, y grandes autores cuyo destino es la sala pequeña y la producción modesta. Harold Pinter ha estrenado más de una docena de obras en los últimos ocho años, gracias a salitas como la Beckett, de Barcelona, el Teatro Pradillo, de Madrid, o el desaparecido Espai Moma, de Valencia, que le dedicaron tres ciclos. Entre los espectáculos programados, destacó La penúltima (1984), donde Pinter relata el encierro y la tortura de una pareja y de su hijo en los calabozos de un régimen totalitario: Roberto Cerdá, su director, hizo un montaje electrizante. Pinter (Londres, 1930) no es un autor amable. Al poco de escribir La penúltima, viajó a Turquía, en compañía de Arthur Miller, para entrevistarse con intelectuales torturados en cárceles: por no bailar el agua al embajador de Estados Unidos durante una cena, Pinter fue expulsado de la Embajada en Ankara. Ahora acaba de estrenar en Madrid El invernadero (Hothouse), comedia escrita en 1958, dos años después del aplastamiento de la revolución húngara, y guardada en un cajón dos décadas. ¿Por qué? No porque su autor le tuviera poco aprecio, él mismo la dirigió, y, en la reposición de 1995, interpretó al protagonista, el ex coronel Roote (el señor Roca en respetuosa traducción de Pablo Seoane). El invernadero cuenta con humor acontecimientos terribles. "Cuando escribí esta obra, le puse fantasía, pero la realidad la ha sobrepasado", declaró Pinter en su estreno en Londres. El título se refiere a donde se desarrolla la peripecia: un centro de internamiento que podría ser manicomio o campo de concentración encubierto, pues nadie lo llama por su nombre. La dirección ha sustituido el nombre de los internos por un número. El comienzo de El invernadero, su atmósfera asfixiante y su terrible sentido del humor recuerdan los de El comunicado, comedia escrita por Václav Havel siete años más tarde, pero representada en España en los noventa. "Dígame, ¿qué tal va 6457?", pregunta el señor Roca, sentado en su despacho, a Garrote, el segundo de a bordo, nada más comenzar la función. "Está muerto, señor". A pesar de ser el director del centro -"centro de convalecencia", según un funcionario-, Roca no parece enterarse de nada, como Gross, su homólogo de El comunicado. Quien sabe lo que se cuece y quien dispone es Garrote, su segundo.
En esa institución, tan extra-
ña y tan familiar, los internos no están a la vista, como no lo están los parias en la vida real: de vez en cuando sus gritos traspasan las paredes insonorizadas, interrumpiendo abruptamente un momento amable, un juego de cartas, una escena de seducción. Tiene razón Pinter: la actualidad desborda los moldes de la ficción. El invernadero está que arde. Este año han coincidido tres montajes en la Unión Europea. Se acaba de estrenar en Le Zone Urbaine Théâtre, de Bruselas, con dirección de Stéphane Fenocchi; también lo ha montado Attilio Sandro Palese, en Suiza y en Francia, y en España, la compañía Ultramarinos de Lucas lo representa en el Teatro Lagrada, de Madrid.
Ahora que se ha generalizado la costumbre de recortar el texto, para que los montajes no duren más de hora y media, la compañía castellano-manchega sirve El invernadero íntegro, en una producción modesta y cabal. Juan López Berzal, su director, ha recreado bien la atmósfera, inventado acciones y dibujado los personajes con tino. Kike Martín es un Garrote impenetrable, de una impasibilidad inquietante, y Ángel Simón, su antagonista, un Cacharro sinuoso, cargado de veneno. Juan Monedero, intérprete del señor Roca, se agarra al cliché para salvar la diferencia de edad y de peso con su personaje. El montaje está comprimido en un escenario pequeño, pero es el que hay.
El invernadero. Madrid. Teatro Lagrada. Hasta el 19 de diciembre. Hothouse. Bruselas. Le Zone Urbaine Théâtre. Hasta el 31 de diciembre.
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