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De los famosos hombres antiguos

Félix de Azúa

Hasta hace pocos años, en este país un escritor era un caballero pobremente vestido al que los niños perseguían a pedradas. Parece como si las costumbres se dulcificaran. El Premio Cervantes, concedido, por fin, a uno de los más grandes prosistas del siglo XX, Rafael Sánchez Ferlosio, así nos lo hace creer. Hablemos de literatura, pues, en estos días de política para perros.

El interés por la vida de los escritores es cosa reciente. En el pasado, y hasta donde se me alcanza, sólo los pintores gozaron de biografías similares a las reunidas por Vasari. Fue la extravagancia de algunos poetas como Byron y Shelley, su azarosa subsistencia lejos del Imperio, sus sonados fracasos amorosos y triunfos sexuales, quizás también una muerte trágica y ruin, lo que incitara cierta incipiente novelación de los escritores.

No tengo las ideas claras al respecto, pero diría que el primer éxito biográfico acerca de un novelista fue el extenso trabajo de Quentin Bell sobre Virginia Woolf, al cual siguió una industria entera que nos inundó con productos Bloomsbury. Después de aquello, las biografías de novelistas no sólo abundan, sino que obtienen una excelente acogida. La de Henry James (Leon Edel), la de James Joyce (Richard Ellmann), la de Camus (Herbert Lottman), la de Nabokov (Brian Boyd), la de Orwell (Gordon Bowker), por citar sólo las que ahora recuerdo, han sido afortunadas de crítica y lectores.

Lo singular es que muchos de estos escritores, si no todos, llevaron vidas vulgares, monótonas, aburridas, a veces miserables. Se entiende la pasión que pueda inspirar una biografía de Trotsky, de Garibaldi, del coronel Lawrence, o, como escribía con agudeza Molina Foix en estas mismas páginas, de un mequetrefe como Anthony Blunt. Todos ellos vivieron episodios curiosos, aventuras famosas, experiencias perversas o magníficas, dignas de nuestra consideración, pero ¿y Josep Pla, por ejemplo? Tras la victoria de Franco, el escritor ampurdanés llevó una existencia perfectamente sórdida, enclaustrado en su masía de Llofriu, calado por una boina que parecía atornillada a su cráneo. Y sin embargo, es esta última parte de su vida la que ha elegido Arcadi Espada para escribir una biografía memorable. Es justamente lo oscuro y tenebroso de los años de tedio lo que hacen del acabamiento de Pla un caso ejemplar, de una lucidez cegadora.

Lo mismo podría decirse de otra gran biografía recién aparecida, la de Jaime Gil de Biedma por Miguel Dalmau. He aquí otro caso de existencia común y corriente, la de un señorito catalán que no hizo nada remarcable en esta vida, excepto escribir los versos más emocionantes de la posguerra española. Si en Pla lo fascinante es su lucha contra la miseria moral y civil en la que se hundió desde que dejó de respetarse a sí mismo, en el caso de Jaime Gil es el alargado suicidio con el que se fue destruyendo mediante empresas sexuales cada vez más desgarradas y canallas que le eran imprescindibles para soportar la inutilidad y desesperación de su vida adulta.

Ignoro cómo caerán estos retratos sin afectación muy poco habituales en el mundo literario hispano tan fanáticamente entregado a la adoración de autoridades. Hace pocos años, una biografía de Baroja en la que Eduardo Gil Bera no ocultaba la mezquindad moral sobre la que se asentaba aquel ciudadano que no pasaba día sin decirle a todo el mundo lo que tenía que hacer, fue recibida con más antipatía que interés crítico.

Sin embargo, que a los españoles comience a interesarles la vida, casi siempre vulgar, de sus escritores y que aparezcan biógrafos capaces de mostrar el recorrido moral (pues no hay otro) de estos personajes, es una novedad que, como el premio de Ferlosio, nos ayuda a olvidar la memez parlamentaria.

Bien es cierto que allí en donde aprecian hace muchos años las biografías de escritores como algo más que una excusa para el chisme, han dado ahora una vuelta de tuerca y han inventado la ficción biográfica. Un antecedente había sido aquella extraordinaria biografía novelesca llamada The quest for Corvo, de J. A. Symons, pero, si bien no llega tan lejos como su amigo Javier Cercas en la ambigüedad, la deslumbrante ficción biográfica The master, de Colm Tóibín, es una obra maestra sobre los últimos años de Henry James.

Yo diría que, inexorablemente, algunos ídolos como Thomas Mann o André Gide retroceden hacia la oscuridad, en tanto que Henry James avanza cada día hacia el centro mismo de la luz. No sólo Tóibín, también David Lodge ha novelado el final de Henry James en Autor, author. Esta coincidencia sólo se explica por la ejemplar experiencia, el calvario de un hombre que vivió por obligación, y en el que muchos han de verse retratados.

Es en verdad significativo que nos interesemos por estos escritores sin vida aparente, estos ciudadanos perfectamente vulgares, porque son ellos los que con lucidez insobornable (y un arte supremo) juzgan y explican la vida, la estúpida vida que todos vivimos. Lo inmenso de sus obras es que en ellas aparece en su más cruda verdad la insignificancia de las vidas normales... y su grandeza. No es sólo que ni a Proust, ni a Joyce, ni a Gil de Biedma, ni a James les sucediera nada remarcable, si exceptuamos curiosidades de urinario, es que hicieron todo lo posible para que no les sucediera absolutamente nada. Y lo magnífico de estas biografías noveladas es que muestran la trabajosa estrategia que empleamos, ellos y nosotros, para ocultar nuestra desesperación y fastidio. Ellos escribiendo, nosotros leyendo.

Hay una siniestra escena en la vida de James que se me aparece como metáfora exacta de lo que trato de explicar con estos torpes balbuceos. Le sucedió en esos años últimos que relata Tóibín y resume su horripilante desolación. La única mujer con la que tuvo alguna intimidad, Constance Fenimoore Woolson, se suicidó en Venecia en 1894. Por una cadena de azares, James se vio en la obligación de acu-dir a la residencia de su amiga para ordenar los escritos, las cartas

(muchas eran suyas y aprovechó para destruirlas), los libros y otras pertenencias de la difunta. La casualidad quiso que le cayera encima la triste tarea de deshacerse del ropero de Constance. Ningún convento, orfanato o institución benéfica quiso hacerse cargo de las ropas de una suicida. No podía ni quemarlas ni arrojarlas a la basura. Decidió, al cabo, hundirlas en un lugar muy apartado de la laguna veneciana, con la ayuda del gondolero particular de la muerta.

Debió de ser espeluznante. Decenas de enormes faldones, miriñaques, corpiños, calzas, medias, zapatos, gabanes, sombreros, bufandas, manguitos, albornoces, camisones, refajos, enaguas, esparcidos por la sombría superficie de la laguna, mientras el sol se apagaba en el horizonte. Y allí, sobre la góndola, como insectos malignos, el novelista desesperado, hundida la cabeza entre las rodillas, y el gondolero, que trataba de sumergir a golpes de pértiga los restos fantasmales de una mujer cuyo rastro, aroma y roce luchaba por subsistir aullando desde las aguas mudos insultos y maldiciones contra aquel espantado, desolado animal, cuya tarea en este mundo no era otra que dar sentido a situaciones como aquella que le había tocado en suerte, y transfigurarlas en obras de arte.

Félix de Azúa es escritor.

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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