Dejar de aplaudir
Martin Amis en su último libro, Koba el temible, cuenta cómo el temor a Stalin hacía que nadie quisiera ser el primero en dejar de aplaudir cuando tocaba ovacionar al dictador, con lo que se producían situaciones increíbles. Amis parafrasea a Solzhenytsin al recordar una de ellas: "En una conferencia del Partido en la provincia de Moscú durante los años del Terror, un nuevo secretario ocupó el lugar del anterior secretario (que había sido detenido). El acto se clausuró con un homenaje a Stalin. Todos se levantaron y rompieron a aplaudir; nadie se atrevió a parar". Según la versión que da Solzhenytsin de esta célebre anécdota, cinco minutos más tarde, los viejos jadeaban agotados. Diez minutos más tarde: "Mirándose unos a otros con fingido entusiasmo y decreciente esperanza, los jefes de distrito siguieron aplaudiendo hasta que cayeron redondos al suelo, hasta que se los llevaron de la sala en camilla. El primero que dejó de aplaudir fue detenido al día siguiente y condenado a 10 años por otro delito". En tiempos de Stalin siempre se podía encontrar otro delito para castigar supuestas desafecciones, pero me gustaría detenerme en esa imagen de los delegados, presos del furor del aplauso y sobrecogidos por el temor a parar.
No sé si es el caso del mundo abertzale, pero puede parecérsele. En efecto, nadie quiere ser el primero, no diré en dejar de aplaudir pero sí en romper amarras con ETA. La famosa propuesta de Batasuna puede ser entendida como el intento de que la banda comprenda que por ahí -nunca mejor dicho- no van los tiros, pero el propio hecho de tener que plantearle una opción a ETA no hace sino indicar que existe una relación de dependencia, por mucho que suponga una novedad formal el hecho de que sea Batasuna quien lance la propuesta a ETA (siempre ha sido ETA la que indicaba a su brazo político la táctica y la estrategia). Aunque no es seguro que, pese a las apariencias, la cosa no siga igual; basta con ver cómo el último Zutabe daba directrices políticas muy precisas. En una entrevista reciente, Otegi explicaba su concepción del cese de la violencia. Tras una tímida crítica a ETA rebozada con la misma crítica al Estado -"Ni el problema ni la solución se miden en términos policiales y militares, por ninguna de las partes"-, Otegi no le pide nada a ETA, se limita a proponer "la creación entre ETA y el Gobierno de una dinámica de comunicación que les permita llegar a un acuerdo que, si es posible, permita desmilitarizar global e integralmente el conflicto".
Dicho en plata, el Gobierno tendrá que negociar con ETA alguna clase de acuerdo para solucionar el conflicto. O sea, la monserga de siempre, aunque a la negociación se le llame ahora "dinámica de comunicación". Porque, si existe un conflicto y ETA sigue pensando que sólo se puede resolver por la vía de las armas, no sé ve cómo pueda dejar de utilizarlas sin haber resuelto el conflicto o, por lo menos, sin haber obtenido algo que, a su juicio, pueda ir en la vía de solucionarlo. Entonces, y sólo entonces, se producirá la desmilitarización del mismo, siempre y cuando el Gobierno abandone al mismo tiempo la vía policial.
La pescadilla vuelve a morderse la cola cuando Otegi asegura: "Se han generado las condiciones suficientes como para entender que, si todos tenemos voluntad, el proceso tiene que dar un salto y dar paso a un escenario absolutamente democrático, sin coacción ni por parte de ETA ni por parte de los estados". Y se muerde la cola porque siempre les tocará a ellos decidir cuándo y en qué persisten las coacciones de los estados, porque, mientras consideren que persisten, ETA no podrá dejar de servirse de la coacción, y así hasta la náusea. En una declaración más reciente Otegi sostuvo que "arrojar dos huevos a una sede" no tiene que convertirse "en el centro del debate político". Si a eso no se le llama banalizar el mal... Pero, ¿para qué necesitará banalizarlo?
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