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Columna
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Agitación

Un pulpo en un garaje. Eso empiezan a parecer Francisco Camps y los aprendices de brujo que le rodean. Se pasan varias semanas calentando a la gente con airadas soflamas a propósito de la lengua y les entra el pánico cuando se dan cuenta de que la bestia ha vuelto a despertar. ¡Haberlo pensado antes! La agitación como táctica (táctica de partido, para golpear con lo que sea al rival, en este caso al Gobierno de Zapatero) es un arma de doble filo, sobre todo si revuelve fangos en los que se ha agazapado la extrema derecha a la espera de una oportunidad. Nadie en su sano juicio haría un uso demagógico de la xenofobia y el racismo para obtener beneficios políticos a corto plazo porque daría oxígeno a grupos ultras muy peligrosos. Pues bien, esos grupos organizaban la manifestación del sábado, y el PP les puso la publicidad. ¡Buen negocio! Como el 13 de junio de 1997, salieron a la calle miles de personas. Entonces protestaban por una sentencia del Tribunal Constitucional que reconocía que el valenciano puede denominarse también lengua catalana. Se manifestaban, pues, contra un hecho evidente en nombre de unos sentimientos. Ahora han vuelto a hacerlo contra la presencia del valenciano en Europa como denominación de una lengua que también se llama catalán. Otra vez la visceralidad contra los hechos. Unos hechos que podía haber presentado el Consell como un gran éxito para todo el mundo por lo que suponen de reconocimiento internacional. En 1997, Eduardo Zaplana, en plena crisis de su pacto de gobierno con Unión Valenciana, se dio cuenta de que había que cortar el suministro de combustible al anticatalanismo y emprendió una política, consensuada con los socialistas y con el Ejecutivo catalán, que debía sacar el conflicto de la lengua de la agenda política y que, de paso, había de laminar, como ocurrió, al irredentismo anticatalán. Camps le ha puesto ahora al extremismo un surtidor, aun a costa de reventar la Acadèmia Valenciana de la Llengua (vaya papelón, el de su presidenta) que, junto a otros, contribuyó a alumbrar. Convertido en el presidente de los complejos de inferioridad, el inquilino del Palau de la Generalitat opta por agitar las bajas pasiones y se aleja de la política civilizada, que no debe sustentarse jamás en la ignorancia y la irracionalidad.

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