La desgracia de llamarse Jordi
El señor Dentell, ese personaje de Pere Calders que es un exiliado catalán en México, se esfuerza de una manera conmovedora, durante las 300 páginas de L'ombra de l'atzavara, por conservar, en aquel remoto país, su catalanidad. Este desastroso personaje funda su Cataluña imaginaria con el pie izquierdo, se casa con Adela, una mexicana de miras estrechas y pelo teñido que no tiene ningún interes ni por la lengua ni por el país de donde viene su marido, y al poco tiempo engendra con ella un hijo, un niño mestizo en quien pretende esparcir su catalanidad y a quien pone el nombre fundacional de Jordi. El hijo del señor Dentell, que con el tiempo se va definiendo como un morenazo estrecho de miras idéntico a su madre, no sólo es incapaz de aprender una palabra en catalán, también empieza a experimentar una metamorfosis en su nombre, que era el territorio fonético donde su padre pretendía refundar su Cataluña, el Jordi, gracias al escaso quórum que tiene el catalán en México, pronto se convirtió en Xordi, y de ahí se degradó hasta la partícula Xor, "perquè", explica Calders, "els nens mexicans acostumen a estalviar nom i l'escurcen tallant-lo per la primera síllaba".
Llamarse Jordi y haber nacido en México tiene su miga. A uno le han cambiado el nombre y la personalidad cientos de veces
Esta graciosa metamorfosis del Jordi tiene poca gracia para los que nos llamamos así y nacimos en México, y aunque mi historia tiene poco en común con la del malogrado Xor, también es cierto que en mi nombre había cierta intención fundacional y eso es tanto como decir que en el país donde nací andaba yo siempre con Cataluña a cuestas.
Mi caso es distinto al del pobre Xor, como dije, porque aunque mi familia es de catalanes exiliados, nací en una comunidad donde no sólo se hablaba catalán, sino que también se hacía el esfuerzo de vivir como en Cataluña, cosa que rayaba en la imposibilidad, pues aquella comunidad, de nombre La Portuguesa, estaba en la selva tropical de Veracruz y vivíamos rodeados de plantas exuberantes y de bichos dantescos y casi siempre venenosos; pero sobre todo vivíamos permanentemente enfrentados al otro, al indígena autóctono, habitante milenario de esas tierras, que hablaba castellano y nahuatl y tenía una apariencia distinta a la nuestra. En estas condiciones llamarse Jordi no era una desgracia, el nombre no era más que otra de las diferencias entre una comunidad y la otra, y además nuestra catalanidad estaba todo el tiempo espoleada por los productos que llegaban en barco desde ultramar: jamones, butifarras, carquinyolis, panellets y un vino inmundo de algún rincón impreciso entre Granollers y La Garriga, que primero se mareaba en altamar y posteriormente, mientras lograba sortear el laberinto aduanero, se asoleaba durante días en los muelles del puerto de Veracruz.
El catalán que se hablaba en La Portuguesa era una lengua conservada a contrapelo que se fue mestizando durante cuatro décadas. No sólo se fue llenando de palabras en castellano, también de modismos autóctonos; se decía por ejemplo "tinc tirizia", por "estoy triste", o, a la inversa, para los nativos veracruzanos de esa zona los perros eran los gossos y los niños los nens. Cada quien por su cuenta, y con suma discreción, se fue enterando al regresar a Barcelona de que el catalán selvático que hablábamos en La Portuguesa tenía grandes diferencias con el catalán que se hablaba aquí. Pero el hibridismo de aquella lengua no tenía que ver con nuestra catalanidad, que era de una pieza como la del señor Dentell, de una solidez que me hizo llegar al colegio en Ciudad de México creyendo que llamarse Jordi era tan normal como llamarse Pedro. Sin tomar ninguna clase de precaución, llegué de golpe a la evidencia de que llamarse así lejos de Cataluña es una verdadera desgracia. Para empezar es un nombre que en México se pronuncia con jota de Jorge cuando se lee y que empieza con elle o con i cuando otro que no se llame Jordi lo escribe. También la otra punta del nombre tiene sus complicaciones, puede ser Jordie o Jordy, y en esta última versión la cosa entra en un tour de force que pasa por el uso de la i griega y las explicaciones de lo que es el catalán y en qué continente queda Cataluña; de este tour he formado una lista larga de la que extraigo, para no abrumarlos, nada más dos joyas: una azorada señorita que, protegida detrás de su ventanilla bancaria, me dijo: "No sabía que eso se hablaba en La Coruña", pensando en la panadería mexicana que lleva el nombre de aquella ciudad; o esta que me ha pasado más de una vez, frente a algún funcionario solícito y comprensivo, inmediatamente después de pronunciar mi nombre: "Bueno, ése será su apodo, ahora dígame ya en serio cómo se llama".
De las cartas que he recibido, de bancos, de compañías de seguros o de personas, también puede hacerse una lista, me han puesto Chordi, Yoryi, Yoyis y Yuris, también el shakespeariano Yorick y el Llorbi más labial, una cauda de malformaciones que se reconcentró cuando fui diplomático en Dublín y viré hacia el Georgi o el Geordie, cuya sombra wildeana, la verdad, no me molestaba. Más de una vez en México recibí una carta rotulada así: "Señorita Jordi Soler", y en una ocasión me preguntó un suspicaz: "¿Eres volteado?", ese eufemismo mexicano que se usa para indagar si el interlocutor es maricón. Y así, arropado por esa cauda de personajes que ha propiciado durante años mi nombre, llegué a Cataluña, el único territorio en el mundo donde puedo llamarme Jordi con naturalidad, y ahora, desde esta normalidad inquietante, me pregunto: ¿qué sería de mí si me hubieran puesto Jorge?
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