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El mundo al revés

El pasado día 17 de noviembre, un importante rotativo barcelonés componía su portada con los siguientes elementos principales: en el centro, la imagen borrosa, apenas intuida, de un soldado norteamericano disparando contra un herido iraquí en un espacio cerrado, al parecer el interior de una mezquita; arriba, y en grandes caracteres, el titular Crimen de guerra en Faluja; abajo, y sobre una pequeña fotografía de la rehén Margaret Hassan, el texto rezaba: "La represalia. Asesinada la británica secuestrada en Bagdad".

El análisis más somero de dicha primera página permite discernir varios elementos. Uno: a las pocas horas de que las imágenes de esta presunta ejecución extrajudicial fueran difundidas -por la cadena estadounidense NBC, por cierto- y antes de que la investigación militar anunciada pudiese siquiera ponerse en marcha, el diario en cuestión ya daba por cierto y averiguado que el iraquí herido estaba inerme y no suponía amenaza alguna (esto ha tardado una semana en saberse), que las circunstancias del combate callejero en aquel rincón de Faluja no proporcionaban al soldado que le disparó justificación ni atenuante para su conducta y que, sin necesidad de juicio, acusación ni defensa, aquello constituía un "crimen de guerra".

Otro: la disposición de esa portada y el empleo de la palabra "represalia" inducían al lector de buena fe a pensar que el asesinato de la cooperante de origen inglés era una consecuencia, una derivada -brutal, pero de algún modo justificable- de la atrocidad del marine al rematar al herido. Sin embargo, esto último era radicalmente falso: según ha explicado toda la prensa internacional, la cadena de televisión Al Yazira tenía en su poder un vídeo mostrando la "ejecución" de la señora Hassan desde días atrás, por lo que la fecha del crimen fue muy anterior al suceso de Faluya.

De cualquier modo, y aun si la secuencia cronológica de los dos hechos hubiera sido la que el diario de marras insinuaba engañosamente, ¿era el tiro que sus captores dispararon fríamente a la cabeza de Margaret Hassan, tras semanas de cautiverio, equiparable con el balazo del marine en plena batalla al presunto enemigo herido? Suponiendo que ambas muertes pudiesen sopesarse en la misma balanza, ¿no es el asesinato planificado y escenificado de la cooperante -residente en Bagdad desde hacía tres décadas, iraquí por matrimonio, convertida al islam y bregada en la ayuda humanitaria a sus compatriotas de adopción- un "crimen de guerra" mucho más clamoroso, perverso y sin paliativos que el otro?

Pues parece ser que no; o, por lo menos, que no es del todo imputable a los insurgentes iraquíes: según un artículo de Robert Fisk reproducido en otro prestigioso diario barcelonés al día siguiente, 18 de noviembre, detrás de la muerte de Margaret Hassan podría estar... el primer ministro pro americano Ayad Alaui. Y, si esta rocambolesca versión no cuela, siempre cabrá usar el mismo argumento que ya se aplicó, meses atrás, a la decapitación del rehén británico Kenneth Bigley: la culpa de tales horrores no es de quienes secuestran y asesinan, sino de los gobiernos occidentales, de ese Blair sin entrañas que no cede a los chantajes y no retira sus tropas. El mundo al revés.

¿Qué nos está pasando? Cuando, hace tres lustros, el ayatolá Jomeini condenó a muerte al escritor Salman Rushdie por blasfemo, hubo en Occidente una reacción general de repudio contra aquel edicto medieval. Hoy, las fatwas con la pena capital ya no se dictan desde Teherán; se ejecutan directamente por las calles de Europa, ayer en Amsterdam, mañana tal vez en Bruselas (hay cinco políticos belgas amenazados de muerte por criticar el radicalismo islámico), mientras la mayoría de intelectuales miran hacia otro lado, no vayan a acusarles de xenófobos.

Sí, ya sé que la obsesión contra George W. Bush embota muchas inteligencias y hace creer a no pocos que los tropiezos de Estados Unidos en Irak son otras tantas victorias de la libertad y del progreso humanos. Pero, incluso desde el antibushismo más visceral y primario, ¿es posible ignorar -véanse las últimas imputaciones del juez Baltasar Garzón, poco sospechoso de agente de la CIA- que los terroristas de Atocha, el asesino de Theo van Gogh en Holanda y los hombres bomba que mueren matando en Irak a las órdenes de al Zarqaui libran un mismo combate, defienden la misma causa e integran una sola red tentacular? ¿Cabe desconocer el alarmante síntoma de que, pese a la política filoárabe de Chirac, hay jóvenes musulmanes franceses en las filas de la guerrilla iraquí, igual que hubo alguno español entre los talibanes afganos? ¿Podemos seguir columpiándonos sin más en la utopía del multiculturalismo, en el sueño de una convivencia idílica entre los europeos autóctonos y las minorías étnico-confesionales llegadas al Viejo Continente sólo sobre la base de nuestra buena disposición, fingiendo no saber que, dentro de esas minorías, hay fuerzas conjuradas a la destrucción del orden laico y democrático aquí vigente, elementos radicalmente hostiles a la coexistencia con "infieles" y "apóstatas", grupos antagónicos con los valores fundacionales y comunes de la civilización occidental?

La crisis del multiculturalismo que ha adquirido dramática evidencia en estas últimas semanas en Holanda, que inquieta en Alemania, que sangra hace tiempo en Francia, que asoma en España a través de casos como el del imán de Fuengirola, debería enseñarnos que sólo un Occidente fuerte en su identidad ética, civil y política, y resuelto a defenderla, puede relacionarse y abrirse de manera constructiva a los otros. En tal contexto, un periodismo redentorista que anteponga las fobias ideológicas a la información ayudará bien poco a defender los intereses de esa inmensa mayoría que -sean cuales sean su origen, su color o su credo- desea sólo trabajar en paz y libertad.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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