Geografía congresual
Recuerdo que hace ya algo más de 15 años, en un momento en el que el PSOE estaba todavía firmemente asentado en el Gobierno de la nación, le oí decir a Felipe González en el Palacio de Congresos de Madrid, que entonces estaba en La Castellana, frente al Bernabeu, a los militantes de su partido que el que hubiera manifestantes en los alrededores del palacio protestando por alguna acción de gobierno de la que ya no me acuerdo, era una señal de reconocimiento hacia el partido socialista. "El día que no representemos nada en este país", decía Felipe González, "nuestros congresos serán completamente pacíficos. Nadie le protesta al que nada puede hacer para resolver el problema que tiene".
El dirigente que llega al poder sin haber tenido que pelear por conseguirlo es un dirigente devaluado
El poder es la materia de la que está hecha la política. El poder es un imán poderoso, que atrae hacia así todas las tensiones, todos los conflictos que se producen en la sociedad. El poder institucionalizado es la síntesis de todas las contradicciones que se dan en la sociedad. En todos los niveles de gobierno: estatal, autonómico o municipal. Incipientemente, también en el europeo, como hemos tenido ocasión de comprobar estas últimas semanas con el pulso entre el presidente de la Comisión, Durao Barroso, y el Parlamento europeo. Por eso, dicho sea de paso, es tan importante el referéndum de ratificación de la Constitución Europea. Estamos asistiendo a la configuración de un nuevo espacio de poder.
Ahora bien, no es sólo en las instituciones representativas del conjunto de la ciudadanía en donde se compite políticamente por el poder. También se compite en el interior de los partidos, que son los intermediarios entre la sociedad y el Estado, entre los ciudadanos y el poder institucionalizado, es decir, el poder representativo del conjunto de la sociedad y por ello constitucionalmente configurado en todas sus manifestaciones territoriales, pues todas son Estado.
Y en el interior de los partidos ocurre lo mismo que decía Felipe González que ocurre en la relación de los ciudadanos con los Gobiernos. Los militantes se relacionan con las direcciones de los partidos según la valoración que hacen del poder que está en juego. De ahí que la lucha por el poder sea una señal de vitalidad. Cuando no hay lucha por el poder, hay algo que falla.
Hay momentos, en los que la ausencia de enfrentamiento interno no es indicador de ninguna patología. Es lo que suele ocurrir en los partidos en los momentos en los que están a punto de llegar al Gobierno o en los que acaban de llegar al mismo. Le ocurrió al PSOE inmediatamente antes de llegar al poder en 1982 y en las dos primeras legislaturas de los ochenta. Le ocurrió al Partido Popular antes de 1996 y en las dos legislaturas de Gobierno de José María Aznar. Y le está ocurriendo de nuevo al PSOE con la llegada al Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.
Pero esos momentos de tranquilidad interna son engañosos. La prueba es que basta la pérdida del Gobierno o, a veces, la mera amenaza de pérdida, para que la tensión interna se ponga en marcha. Cuando, en estas circunstancias, esto no ocurre, es decir, cuando en un partido no hay lucha por la conquista del poder, entonces sí que hay pensar que en ese partido está ocurriendo algo grave.
La geografía congresual del PP está confirmando de manera meridiana la tesis de Felipe González con la que he abierto este artículo. Hay tensión, hay enfrentamiento interno donde hay poder. Y hay tranquilidad, donde no hay nada en juego o, mejor dicho, donde los militantes consideran que no lo hay, porque no es verdad que no lo haya.
Ha habido tensiones en Galicia, en Madrid, en la Comunidad Valenciana. No las ha habido en el País Vasco o en Andalucía. En las tres plazas fuertes del PP, independientemente de que después haya un enfrentamiento entre candidaturas en el Congreso, hay una lucha abierta por el poder en el interior del partido. Conseguir ser reconocido como poder en el interior del partido se considera decisivo para poder competir por el poder en el exterior. Es el Gobierno de Galicia, el de Madrid, el de la Comunidad Valenciana y quién sabe si la posibilidad de competir para ser presidente del Gobierno de la nación, lo que está en juego. De ahí que la pelea sea tan intensa. Y que en ella intervengan los militantes y los dirigentes regionales, pero también la dirección nacional. Esa tensión interna es expresión de vitalidad, de fuerza.
En el País Vasco y en Andalucía, los congresos regionales han pasado sin pena ni gloria. María San Gil ha sustituido a Carlos Iturgaiz y Javier Arenas a Teófila Martínez, sin que los segundos hayan hecho nada por mantenerse en el poder y sin que los primeros hayan tenido que mover un dedo para llegar a la presidencia regional del partido. Ambos congresos han sido congresos de resignación. Nadie ha considerado que valía la pena luchar por ocupar la presidencia del partido, porque además de dicha presidencia no hay nada en juego.
Esta ausencia de lucha por el poder tiene como correlato la falta de autoridad. El dirigente que llega al poder sin haber tenido que pelear por conseguirlo, es un dirigente devaluado. No es discutido, pero tampoco reconocido. Ni dentro ni fuera de su partido. En algunos casos, llega a ser considerado como un dirigente amortizado. Preside formalmente sobre la organización, pero no en la realidad. Su capacidad de mediación en los conflictos que aparecen, es prácticamente nula. En estas últimas semanas lo estamos pudiendo comprobar en Almería y Jaén. Y puede que, de otra manera, también lo comprobemos en poco tiempo en Jerez de la Frontera.
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