Rafael Herrero Mingorance, periodista
Ayer Rafael Herrero Mingorance hizo su último paseíllo. Porque el penúltimo bohemio, el eterno soñador en dalinianos colores surrealistas, era Rafael Alhambra, que él soñaba y decía refiriéndose a su improbable nombre torero que llevaba en su vocación y en su fantasía. Puede sonar a tópico, pero era un renancetista nacido más tarde de los Papas Borgia que, como decía Graham Greene, a pesar de sus guerras y envenenamientos, llevaron su época a la invención del Renacimiento.
Rafael tenía facha de torero y el señorío que confiere la púrpura cardenalicia. Hasta su último día enviaba su ingenio convertido en cuartillas a su casa de Radio Madrid, en la que había sido todo, totus revolutus. Sin embargo, exigía a cuanto salía de su pluma, y recitaba con su voz prodigiosa, la obra bien hecha que nos pedía nuestro maestro Eugenio D´Ors. Alumno de periodismo, le pidieron que escribiese sobre un personaje popular. "Eso es muy fácil. Tengo al famoso a mi lado y es compañero de examen". Y señaló a Alfonso Paso.
Chamberilero, castizo, gato o chulapón según prefieran, se inició tempranamente en verónicas -de alhelí, naturalmente, porque él era lorquiano y en igual media de la copla y verso de Rafael de León- y frecuentó a los Bienvenida, a los que llamaba "mis hermanos".
Ha recorrido, armado de talento, talante y picardía cuantas parcelas tiene la escritura y la palabra. Genio para todo. Crítico que puso humor en los toros, al lado de su amigo Manolo Molés, con el que se retrató de azul y oro, instantánea que enseñaba en los cafés y en las tabernas para demostrar que ese traje de luces y su muslo izquierdo lo había destrozado un pitón de un toro sin afeitar. Escribió un hermoso libro taurino: De miedo y oro, que más tarde transformó en obra de teatro.
Se ganó todos los premios de cuentos habidos y por haber, ampliando su dominio hasta Avignon, en donde sentaron lección de Papas españoles geniales, incluido Picasso. Barrió con su capote grana docenas de escenarios de círculos taurinos y culturales, enseñando el toreo puro, mientras sus compañeros de viaje, Primitivo Rojas y Paco Mendoza, llenaban las salas con versos y músicas taurinas.
Si tenía necesidad de recurrir a citas ajenas, arrancaba la hoja de un libro, podando o depurando su biblioteca. Peón de brega esencial para Joaquín Prat, Pepe Domingo Castaño, Goyo González -todos de la SER, naturalmente-, saludaba con un beso en la frente a las compañeras Pilar Falagán y Ángeles Afuera, y a amigos como Joaquín Vidal, Alberto Grandos, el niño Berlín, a mí mismo.
Valía, con entidad cultural y admirable humanismo, para el roto de una publicidad, el descosido de unos versos bien dichos, el apaño de seriales cómicos con los que nos convertía en actores. De vez en tarde se acordaba de sí mismo y publicaba textos geniales, como De verde y bronce.
Rafael Herrero Mingorance, nacido en Madrid en l943, era sobre todo amigo... Y, como el poeta Eduardo Alonso escribió, debieran figurar en una placa recordatoria de Rafael los versos del poeta carbonero, consuegro de González Ruano: "Tengo las manos vacías de tanto dar sin tener. ¡Pero son las manos mías!
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