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Crónica:CIENCIA FICCIÓN
Crónica
Texto informativo con interpretación

El regreso del exorcista impaciente

LA SOMBRA DE SATÁN es alargada. Y sigue generando buenos dividendos. Si en 2000 se reestrenaba, con escenas inéditas, El exorcista (1973), edición del director William Friedkin, ahora le ha llegado el turno a El exorcista: el comienzo, de Renny Harling. Se trata de seguir explotando el filón de la saga, pero no con una continuación, como es lo habitual, sino con un filme cero que recrea los antecedentes de la famosa historia de 25 años atrás. Ya saben, el proceso gradual de posesión demoníaca del cuerpo de la adolescente Regan MacNeil (Linda Blair) y el posterior rito de expulsión del espíritu maligno o exorcismo realizado por un par de sacerdotes católicos (que tienen la exclusiva en estos casos).

Las escenas en que la joven poseída da un escalofriante giro de 360 grados de su cabeza mientras el tronco permanece fijo, o cuando su cuerpo levita, cama incluida, ante la atónita mirada del padre Damien Karras (Jason Millar), se han convertido en antológicas. Imágenes espeluznantes que deben su impacto a los efectos especiales y a la atmósfera malsana que parece envolver al filme, subrayada con una efectiva música (Tubular Bells, de Mike Oldfield) y de sonidos subliminales (voz del diablo). En su momento, la película trascendió el marco del cine para convertirse en un fenómeno sociológico: un torbellino de posesiones demoníacas se desató por todas partes (los demonios debían estar esperando la orden de salida).

El satanismo se ponía de moda con este filme que juega, en clave de terror, con uno de los temores atávicos de los humanos: la pérdida de la identidad y la idea de que la maldad se encuentra en nosotros mismos. Ganador de dos oscars (guión y sonido), está basado en la novela homónima del escritor William P. Blatty, director también de la tercera entrega, El exorcista III (1990), una secuela intrascendente que se aleja del tema con la irrupción de un asesino en serie.

El autor ha manifestado haberse inspirado en el relato de los hechos publicados por el diario The Washington Post de la supuesta posesión del joven de 14 años Douglas Deen, acaecida en 1949. Poco importa que investigaciones posteriores señalen que la historia podría no ser cierta. El argumento de ficción gana prestancia con esa pátina de realidad aunque sea falaz. El reclamo "basado en un hecho real" mantiene intacto su poder de seducción.

En un exorcismo, el sacerdote oficiante invoca el nombre de Cristo, bendice a la persona poseída (ya se sabe lo mal que el diablo tolera el agua bendita), recita pasajes bíblicos (y del manual del buen exorcista) y ordena al espíritu del mal que salga. Antes de aceptar hacerse cargo de un rito de este tipo, la Iglesia católica exige que un facultativo médico descarte la existencia de problemas físicos o psicológicos.

Existen enfermedades mentales y desórdenes psíquicos o neurológicos (esquizofrenia, epilepsia, síndrome de Gilles de la Tourette) cuyos síntomas han sido confundidos, y lo siguen siendo, con posesiones demoníacas. Por ejemplo, el paciente aquejado del síndrome de La Tourette puede cambiar el tono de voz y emitir, sin venir a cuento, una ristra de insultos de forma incontrolable. Parece ser que muchos casos de posesión de la antigüedad quedan explicados si se admite que las víctimas (que acabarían en la hoguera purificadora) podían estar afectadas por esta enfermedad.

Prácticamente todos los casos de posesión que han trascendido involucran a personas con trastornos mentales. El poder de la sugestión y el efecto placebo harían el resto. No hay razón para pensar que algo sobrenatural ocurre en los casos de exorcismos reales realizados. Aunque la Iglesia ha reconocido "muy pocos casos genuinos" (en eso se muestra extraordinariamente cauta), la mera existencia de la práctica exorcista institucionalizada en nuestros tiempos (por mucha que sea la maldad reinante) fomenta la creencia en esta superstición: la posesión diabólica.

Lo más grave de todo es la proliferación de algunos personajes y terapeutas poco escrupulosos especializados en versiones laicas de estas prácticas para librar a sus confiados pacientes de las entidades que, según ellos, son responsables de sus problemas. Se han dado casos de exorcismos caseros que han acabado con la vida del supuesto poseído.

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