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Columna
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Cine o sardina

Recuerdo el título de aquellas cinematográficas memorias de Guillermo Cabrera Infante porque ilustra muy bien de qué modo una película puede servir de pomada, de morfina o apósito para calmar el dolor de una herida que se resiste a cerrarse. En su infancia, Cabrera Infante era una criatura miserable que caminaba sin zapatos por La Habana y tenía que ganarse la vida haciendo recados para las grandes casas de los barrios altos; a tanto llegaba su escasez que cada noche que quería divertirse su madre le planteaba el mismo dilema: cine o sardina, porque no había dinero para los dos lujos. Y el escritor cubano cuenta que la mayor parte de las veces se quedaba sin cenar y se conformaba con alimentarse del rostro de Lana Turner o Joan Crawford, olvidado por un par de horas del pozo en que vivía, promovido momentáneamente a una existencia más brillante y delicada que aquélla que sobrellevaba entre hambrunas y colillas de cigarrillos. El cine consuela, eso lo sabemos todos. Se me ocurre pensar a continuación en La Rosa Púrpura de El Cairo, ese irónico homenaje de Woody Allen al Hollywood dorado de los años veinte, y en la joven protagonista interpretada por Mia Farrow, que, en plena recesión económica y con el país convertido en un vertedero, se refugia diariamente en el cine del barrio para que los paisajes de la pantalla la alivien de la vida que soporta, del futuro convertido en un callejón sin salida, de la desesperación. En ambas obras, la de Cabrera y la de Allen, el mensaje parece repetirse: la existencia es repugnante, injusta y maleducada, pero nos queda el cine, donde el equilibrio se preserva; por muy mal que nos vayan las cosas, siempre tendremos a mano, como aquella puerta abierta de la que hablaba Epicuro, una sala donde protegernos de la intemperie y en que el mundo resulta una residencia más confortable.

Me pregunto si la proliferación de festivales de cine por estos lares más acá de Despeñaperros responderá a esa misma inquietud, la de disipar de nuestros ojos un mundo de necesidades y oprobios para reemplazarlo por otro en tecnicolor. En general, las cosas en Andalucía no parecen ir demasiado bien aunque mejoren a pasito de hormiga: sigue faltando industria, sigue sobrando paro y aún nos restan trancos y trancos de distancia para aproximarnos a esas comunidades punteras que son Euskadi o Cataluña. Si a eso le sumamos que el mundo en general no está viviendo una de sus mejores rachas (victoria de Bush, guerra infinita en Irak, petróleo rozando las estrellas, comisarios europeos en contramano, hemisferio árabe entregado a la dinamita y el machete), no podremos sino agradecer que en nuestro modesto rincón las películas aumenten como champiñones. A los certámenes veteranos de Huelva y Cádiz hay que sumar el más reciente de Málaga y el neonato Festival de Cine Europeo de Sevilla. Qué más da que el destino guarde nuevas maldades y medite cómo estrellarnos el firmamento contra la coronilla: siempre podremos resguardarnos bajo el cielorraso de alguna sala. Jaén, Córdoba, Almería y Granada, estad atentas: aún quedan festivales de Cine Africano y Oceánico por conquistar. Nosotros preferimos el cine a la sardina como gente culta que somos, que eso quede bien claro.

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