Vuelve pronto, Pablito
Si los sparrings y otros investigadores del estupor están en lo cierto, Pablito Aimar experimentó hace siete días una alucinante escala de sensaciones. Vio que Mestalla se incendiaba en un fogonazo envolvente, oyó un estallido sordo y sintió que su cuerpo se disgregaba en el aire como una bola de gelatina alcanzada por un balazo.
Unos segundos antes, en estado de máxima ansiedad, sus compañeros buscaban el gol de oro que abriese el partido y cerrase la crisis de resultados. Unos invocaban a los duendes y otros a las hormonas, pero a su juicio de desesperados sólo había una salida para aquel círculo vicioso: la portería contraria. Hechos los cálculos, repetidas las invocaciones y reforzados los juramentos, Albelda encajó las fauces, Torres carraspeó como un mastín, Mista se quedó echando mixtos, y él, Aimar, congeló aquella sonrisa infantil que en las tertulias porteñas le había valido el apodo de El Payaso.
Algunos años atrás, precisamente en Argentina, los buscadores de talentos no terminaban de ver a Pablito en el papel de futbolista; si acaso, le atribuían un destino de chupatintas. Por imperativos del consumo, la época de Bochini y otros livianos genios del toque había pasado para siempre. Los grandes clubes italianos, podridos de mulos con uniforme, se repartían las figuras del mercado, les extirpaban la glándula del ingenio y conseguían una absurda ventaja: al menos, los mejores futbolistas del momento no trabajarían para el enemigo. En tal situación, tratantes, muñidores y comisionistas, que habían decidido comprar jugadores al peso, miraban a Pablito con indiferencia. Aquella criatura de aspecto volátil no tendría salida en semejante mundo de acémilas.
Ajeno a los malos presagios, el chico llegó a la Primera de River, iluminó el Estadio de Núñez con sus chispazos, y un día cumplió el sueño de viajar a Europa. Fuera porque los dioses hacen diabluras o porque prefieren la pasta al dente, hace una semana estaba jugado para el Valencia: para el más italiano de los equipos españoles.
Cuando vio que aquella pelota envenenada se cerraba sobre el área del Atlético, decidió romper el maleficio. Abrió bien los ojos, tomó impulso y se lanzó en plancha sin advertir que una bota claveteada se le acercaba al mentón como un misil. Luego le vimos caer desmayadamente, como caen las plumas y las libélulas, y durante dos largos minutos llegamos a sospechar que los agoreros estaban ganando la apuesta.
Por fin, aquella cánula providencial y aquel médico de guardia nos devolvieron la fe y El Payaso.
Sonríe para nosotros, Pablo.
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