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Columna
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Más allá de la dependencia

Joan Subirats

Va aumentando el ruido sobre la creciente cantidad de dependientes que nuestra sociedad soporta y sobre su inmanejable volumen en un futuro muy cercano. El pasado domingo, La Vanguardia publicaba al respecto un reportaje central en su sección de sociedad, y en el mismo la mayoría de opiniones advertían de las amenazas que proyecta la proliferación de personas inactivas y que dependen para sobrevivir de los activos, de los que aportan valor con su trabajo. En EL PAÍS del mismo domingo, Joaquín Estefanía, glosando el libro de Frank Schirrmacher, titulado premonitoriamente El complot de Matusalén, comentaba acerca de esa nueva mayoría de ancianos, de "viejos que aunque pierdan el sentido de la vida, mantendrán el poder; serán la mayoría". Y añade el comentarista que en un futuro no muy lejano "los políticos... habrán de elegir entre gastos de educación para los niños y los jóvenes, o pago de pensiones a muchos ancianos".

Como vemos, se proyecta en general la imagen de una sociedad menguante de personas activas que soportan y financian a un conjunto creciente de inactivos, y entonces las referencias a las cargas fiscales, a la necesidad de encontrar salidas que aminoren o atenúen esa amenazante carga son las más frecuentes. En este esquema de pensamiento, que observo muy extendido, han influido de manera sobresaliente no sólo los que como Charles Murray y sus postulados de extrema derecha nos han hablado del peso insorportable de los que denomina "underclass", sino también los promotores de la llamada tercera vía, de raíz más socialdemócrata, que han tomado a Tony Blair como abanderado a pesar de que el pobre tenga ahora otras preocupaciones. Es esta perspectiva la que ha resultado a la postre más influyente, vinculando y condicionando las prestaciones sociales a la activación de los receptores de las ayudas, encaminándolos en la medida de lo posible hacia el mercado de trabajo.

Como no cambiemos un poco de chip y renovemos conceptos y estereotipos, creo que no iremos bien. Ir por el mundo con nuestra dependencia a cuestas sólo nos traerá disgustos. En nuestra sociedad, hay gente rica y gente pobre. Cada quién trata de manejar sus riesgos y sus vicisitudes presentes y futuras, lo que ocurre es que unos lo pueden hacer de manera más segura y cómoda a partir de sus bases de partida y otros lo tienen más crudo. Si, como nos dice la canción de la activación, todo es un problema de aprovechar las oportunidades que la vida nos ofrece y escoger las opciones mejores, las ventajas de partida de unos no tienen nada que ver con las desventajas de salida de los demás. Unos, los activos independientes y ricos, usarán sus recursos, su capital relacional y social, para orientarse lo mejor posible en los procelosos mares de los servicios públicos y concertados, escogiendo las mejores escuelas, combinando con inteligencia seguridad social y sanidad privada, y explotando en la medida de lo posible un abanico de servicios sociales que conocen bien por formación y contactos. Los otros, los inactivos, dependientes y pobres, tomarán lo que les quede, lo que les sea ofrecido directamente, o aquello simplemente más cercano. ¿Nos indica ello que unos son más responsables y reflexivos que los demás? ¿Se puede acusar a los más desfavorecidos de inactivismo y de ser unos aprovechados que sólo miran a su propio interés?

Tenemos que ser conscientes de que la retórica de la tercera vía y de la sociedad activa sólo favorece a los que están mejor colocados en la línea de salida. Las divisiones de clase, de situación socioeconómica, siguen pesando lo suyo en toda esta historia. No podemos seguir utilizando categorías como dependencia-independencia para caracterizar-estigmatizar a un conjunto de personas. Es muy simple afirmar que existen unos ciudadanos activos, responsables y trabajadores (a tiempo completo), y que se ven obligados a mantener a una creciente masa de personas pasivas, irresponsables, dependientes de las prestaciones sociales y que no acaban de encajar en los procesos de activación laboral previstos para ellos. Y debemos modificarlo porque en la mayoría de ocasiones, la primera categoría de activos-responsables-trabajadores, o lo que es lo mismo, el mercado y el régimen formal de bienestar, tiene a sus espaldas a mujeres (la mayoría) y mayores, que de manera informal y precaria atienden multitud de funciones sin las cuales esa independencia no sería posible. Además, porque ello implica seguir desconsiderando un trabajo socialmente imprescindible, aunque sólo marginalmente reconocido por el mercado.

Tenemos que seguir planteando que sólo con nuevas políticas redistributivas, más integrales y más transversales, podremos tratar de evitar colapsos de sectores sociales con crecientes dosis de vulnerabilidad, siendo conscientes además que redistribuyendo recursos, redistribuimos autonomía y capacidad de optar. No podemos seguir negando que somos dependientes unos de otros. No existe sociedad sin interdependencia. Deberíamos aprender a valorar más aspectos como la necesidad o la interdependencia, y a tratar con mayor cariño las situaciones que calificamos de dependencia sin considerar la carga peyorativa y reduccionista que implica esa conceptualización. Hemos de trabajar más conceptos como el de autonomía, como el de interdependencia, y no establecer criterios de valor que equiparen valor y utilidad social a reconocimiento en el mercado. No es, creo, una cuestión tema de lenguaje políticamente correcto, sino algo más de fondo que trasluce una concepción de las relaciones sociales propia de otros tiempos. A lo mejor si vamos renovando el lenguaje, podemos ir también cambiando las políticas y nuestra manera de hacer.

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