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Columna
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Antinatural

En estos días habría cumplido los ciento cincuenta años, longevidad que en otra persona habría resultado una bendición pero que él, evangelista de la estética desde sus prematuros días en Oxford, habría contemplado de seguro como una condena al báculo, la esclerosis y el crepúsculo. Quien se asome a sus retratos observará un curioso desacuerdo entre las poses artificiosas de los años de triunfo en Londres, cuando, capas, sombreros y sortijas mediante, era aclamado por su ingenio en las recepciones, y ese cansancio final de los inviernos de París, en que Oscar Wilde había terminado por convertirse en una secuela grosera, ruinosa y triste de aquel joven que había deslumbrado los salones. La misma distancia media entre los ácidos aforismos que asperjan La importancia de llamarse Ernesto y la monotonía lóbrega de De profundis: todo lo que en las primeras piezas teatrales es chispa y nervio se vuelve en sus últimos escritos montones de ceniza, jeremiadas. Entre estas dos riberas de su vida había corrido el torrente que seguramente constituye el capítulo más determinante de la biografía de Wilde: los días, meses y años pasados en la prisión de Reading, derribado de su trono, obligado a convivir y compartir la cuchara con seres hoscos que nada sabían de la poesía y que la mataban con su sola cercanía. Qué habría sido de Wilde, me digo yo ahora, siglo y pico más tarde, si esa hipócrita sociedad victoriana que lo condenó por corruptor de la juventud le hubiera dejado libre y tranquilo y él hubiera podido continuar acuñando esos apotegmas que se toman el oficio de vivir como el de alternar en una fiesta. Aunque sólo fuera como homenaje a este enésimo mártir de las letras, estaría bien que el proyecto del Gobierno saliese adelante y los homosexuales, sean de la vertiente que sean, vieran sus derechos equiparados a los del resto del mundo, del que, dicen, les separa una oscura sutileza hormonal o un desvío.

Hallo con felicidad que, según el Radiobarómetro de Canal Sur, hasta un 72% de andaluces se muestran de acuerdo con el matrimonio homosexual, dato que, me consta, habrá hecho sonreír a la calavera de Oscar allá en su fosa de Père Lachaise. En fin, parece que el mundo no gira tan malamente después de todo y que poquito a poco vamos consiguiendo pequeñas conquistas, hacer que la gente pueda cada vez más vivir como le dé la gana. Como siempre, tendremos que soportar las voces de los que ladran cuando comenzamos a cabalgar y enfrentarnos a la malevolencia y el estrabismo de algunos, que seguirán afirmando que la familia es una institución santa, que tres es uno y que elegir futuro entre miembros del mismo sexo entraña un desorden moral de lo más lamentable. Qué responder: esos mismos que anatemizan la homosexualidad motejándola de antinatural son los que luego se sientan en un avión antinatural para llegar a Barcelona, toman antinaturales medicinas cuando les sube la fiebre o, simplemente, habitan antinaturales edificios con sistemas antinaturales de calefacción en vez de recorrer la intemperie a cuatro patas, que es lo verdaderamente natural y correcto. Yo prefiero el teatro a la vida porque resulta mucho más sincero, había anotado Wilde: y fácil es elegir el artificio frente a la naturaleza si ésta significa masacre y oprobio y cadenas.

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