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VIAJE DE CERCANÍAS
Columna
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En la casa de Azorín

El pasado jueves, cuando ordenaba mis últimas notas sobre un Azorín escritor telegráfico, para participar en un taller de periodismo organizado por la CAM en su Casa Museo de Monòver (Alicante), tropecé con un artículo publicado en este periódico ese mismo día y titulado Relatos de amor en los móviles chinos. Me dije: ya está, vas a ver cómo nos meten literatura por el móvil.

El artículo procedía de Shanghai. Un famoso novelista chino se estaba haciendo todavía mas famoso al serializar su obra en mensajes muy breves de 70 espacios. Hemingway y la poesía haiku con aromas mágicos de Gabo.

Pensé inmediatamente en Azorín. En el que a mí me interesa más. El escueto, sencillo, punzante. No el barroco ni el preciosista. El Azorín condensable en un SMS. Porque ya sabemos que no existe un solo Azorín sino muchos y contradictorios, enfrentados y contrapuestos. Pensé, pues, en El enfermo, una novela escrita en 1943, breve e intensa, en la que un escritor neurasténico de 70 años, Azorín, crea al personaje Víctor, su alter ego. Y muestra el espejo, la cama y la mesa de una casa de Petrer en la que vive oculto y angustiado con su fiel y sacrificada esposa que se llama Enriqueta.

"Azorín pasó de la obesidad en su juventud a la delgadez extrema en la vejez. Fue perdiendo peso su lenguaje, se desprendió poco a poco de los kilos, el volumen, la grasa, innecesarios"

En este libro nos muestra sus manías de enfermo, su ansiedad, sus obsesiones con los medicamentos y la misma presentación de éstos, sus innumerables visitas al médico de Petrer, del que se hace amigo, y que como buen médico sabe suministrarle oportuna y sucesivamente las enfermedades que reclama con el fin de tomar los medicamentos que Azorín desea tomar. De lo contrario (y a pesar de ello) Azorín se hunde en la melancolía de cada atardecer, y exclama: "Lo que yo quiero es ver pasar las nubes por el azul del cielo". Aparentemente no aspira a más.

De no haber sido Azorín un escritor enfermo crónico que ingería tres dosis diarias de sus propias palabras, mañana, tarde y noche, habría sido un telegrafista con bata gris aunque parecidamente enfermo. Así que imaginé a Azorín a lo largo de su centenaria vida consumiendo muchos años ante una de aquellas máquinas por la que enviaba telegramas que eran bronce sin artículos, sin adjetivos, únicamente ajustados al sustantivo y al verbo. Mensajes ¿para quién?

Otras veces necesita volcar el tintero y derrama allí palabras como flámula, céfilos, alcuza, añales, alcamonias. Y me pregunto, sumido en su angustia existencial: ¿acaso hacen falta estas palabras para describir el bendito horror de una habitación de una casa de pueblo?

Mis perplejidades en torno a esta novela me llevaron a preguntar a los asistentes si conocían esas palabras que deja caer Azorín a modo de letanía. ¿Cómo emocionarnos sin saber su significado?

Nadie, a excepción de una mujer en la primera fila, alzó la mano. Y cuando ella dijo que una palabra aludía a una aceitera, o algo así, me quedé helado. Existía demasiada distancia entre el término y la frase. El lenguaje no producía comunicación. Era un alarde erudito.

Azorín, enfermo de palabras se cura esa enfermedad con mas palabras. Pero no se trata más que de una falsa e ineficaz terapia de aversión.

Luego alzó la mano un médico para decir que él creía que el diagnóstico de El enfermo es pura y simple hipocondría. Esa era la dolencia de Azorín y no, a su entender, una neurosis obsesiva. Tanto nos da una cosa como la otra en el contexto de la lectura. Porque lo cierto es que yo había elegido la novela El enfermo porque de la extensa obra de Azorín, ésta es la que más cerca está de Azorín. Y por ello la consideré como una propuesta de un género o modo de escritura que me gusta llamar escritura interior, para diferenciarla de la escritura íntima que encontramos en las memorias o determinados diarios íntimos escritos por encargo. Es decir, con lector a la vista.

Víctor, se nos dice en el libro, padece la enfermedad de escribir y desea curarse. Quiere curarse, y así se lo confiesa a Enriqueta, su esposa, aunque cree que no va a lograrlo. Su vida es enfermedad cuyos síntomas reconoce en la escritura. Los aplaca, soporta pero también cultiva. Si no estuviera enfermo ¿podría vivir? La enfermedad es alimento de la creación. Y cuando habla de un estado depresivo se refiere a una "baja presión" vital. Se mira en el espejo porque allí tiene la impresión de que él es también otro, un lector a la vez que autor.

Hay una pregunta clave en El enfermo formulada por la mujer de Azorín al propio Azorín: "¿Para quién vas a escribir?". Y la respuesta es rotunda: "Para nadie y por el placer de escribir". O lo que equivale a decir: si escribo para mí mismo sin pensar en el otro, obtengo placer.

Por supuesto El enfermo es una autobiografía novelada que ha sido escrita para el otro. No es escritura interior en estado puro. Pero es lo que más se aproxima. Es una escritura teñida, aunque con artificios, de clandestinidad.

Hay consultas, lecturas médicas, no hay sexo, hay un viaje a París, un desencuentro con la esposa en esta ciudad, la misma en la que se refugió el genial alcohólico Joseph Roth. Imaginemos un encuentro entre el autor de La leyenda del santo bebedor y el de El enfermo en un café del barrio latino. Roth acercándose a galope al delirium tremens. Y Azorín alejándose marcha atrás de cualquier delirio. Para Azorín sólo el alcohol de las palabras.

Azorín pasó de la obesidad en su juventud a la delgadez extrema en la vejez. Fue perdiendo peso su lenguaje, se desprendió poco a poco de los kilos, el volumen, la grasa, innecesarios.

En la Casa Museo estamos rodeados de retratos de Azorín, primero gordo, con la cara redonda y como inflada por la cortisona, y finalmente vemos un Azorín que es una calavera: enjuto, ojos hundidos sobre unos pómulos de hueso.

En esta obligada cultura móvil de los SMS, la Casa Museo exhuma a un Azorín resucitado y múltiple que abandona Monòver en exposiciones itinerantes.

Pero si husmeamos en su inmensa biblioteca las anotaciones que hizo Azorín en los márgenes de sus libros, descubrimos al autor que no se manifiesta idéntico ante el público como ante sí mismo. Y pienso, no sé si con razón, que es este Azorín oculto, interior, el verdadero maestro.

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