Un partido 'teflón'
Vamos a dejarlo claro desde el primer párrafo: Josep Antoni Duran Lleida es uno de los especímenes más profesionales, más listos y más hábiles que se mueven en el biotopo político catalán. Un personaje agudo, de formas impecables, de inteligencia rápida, maestro en el arte de no cerrarse nunca ninguna puerta, capaz de compartir ocios estivales con José María Aznar en 1995 y de cultivar la mejor relación personal con José Luis Rodríguez Zapatero en 2004. Un brillante émulo del canon establecido por Miquel Roca: ministrable de lujo igual que éste, y bendecido también con la general benevolencia de los medios de comunicación. No es ocioso recordar que, instalado en el vértice de Unió Democràtica (UDC) desde noviembre de 1987, Duran Lleida es hoy, con 17 años de antigüedad, el decano indiscutible en el liderazgo de un partido político catalán.
Con todo, ni los talentos del dirigente democristiano ni las simpatías que suscita Unió -por su honrosa historia y por su compleja relación de hermano menor con Convergència- deberían ser obstáculo para un análisis crítico de los discursos, las actitudes y las conclusiones que se han manifestado durante el 23º congreso del partido, el pasado fin de semana, en Viladecans.
Desde un punto de vista interno, orgánico, la asamblea soslayó prácticamente en silencio la apreciable conflictividad endógena que UDC ha sufrido en estos últimos años, las sanciones contra militantes históricos, los conflictos registrados en Girona (expulsión del ex-presidente provincial Antoni Guinó, paso de Enric Millo a las listas del PP...) o el hecho de que casi todos los críticos del anterior congreso (aquellos que, con Jordi Petit como cabeza de lista, obtuvieron el 11% de los votos) hayan sido puestos de patitas en la calle. Un silencio tanto más clamoroso cuanto que fue una impugnación de esos críticos, atendida por los tribunales, la que invalidó el 22º congreso y obligó, este sábado 16 de octubre, a realizar un casi clandestino congreso extraordinario de 30 minutos de duración para dar valor jurídico a los acuerdos tomados en Sitges en junio de 2002.
Por lo demás, ni el caso Pallerols ni el caso Turismo -que asedian judicialmente desde hace años a dirigentes y ex altos cargos de UDC-, ni tampoco la liquidación con importantes deudas de la Fundación Empresa, Cataluña, Europa y América (FECEA) -que tan brillantes viajes de Duran por Latinoamérica organizó en el pasado- han merecido del congreso comentario alguno. Mejor dicho, sí: hubo en el informe de gestión de Duran Lleida una enfática, casi provocadora felicitación "a todos cuantos han tenido responsabilidades políticas en el Departamento de Trabajo...". Ciertamente, ningún partido político es proclive a la autocrítica, y menos en cuestiones de financiación, pero pocos gastan el prurito de ejemplaridad ética, la tendencia a dar lecciones que ha caracterizado a Unió en los últimos lustros. Y el contraste chirría.
De puertas afuera, a la hora de proyectar hacia la sociedad la imagen del partido, el congreso de UDC perseveró en una actitud que viene de bastante atrás: la de que los democristianos han estado 23 años en el Gobierno catalán, sí, pero sólo para lo bueno, sin dejarse manchar ni salpicar siquiera por ninguna de las miserias, las servidumbres o las equivocaciones inherentes a tan larga gestión. O sea, madres y vírgenes a la vez; como el misterio de la Inmaculada Concepción, pero en versión política.
Josep Antoni Duran, en concreto, no tuvo empacho en reivindicar la herencia del pujolismo -la herencia de una marca victoriosa durante un cuarto de siglo, de una marca que aún conserva casi un millón de clientes- a la vez que se desentendía olímpicamente de los errores de Convergència i Unió. ¿El apoyo al Plan Hidrológico Nacional? Eso fue un desacierto de Artur Mas. ¿La decepcionante coalición Galeusca para las europeas de junio pasado? Un empeño de los convergentes y su Declaración de Barcelona... ¿El voto a José María Aznar en la investidura de 2000? Otro error del que Unió es inocente. Por fortuna, existen las hemerotecas, y en ellas (La Vanguardia, 2 de junio de 2002) puede leerse que, durante el anterior congreso de Unió, "Duran animó a las bases democristianas a defender sin complejos la alianza con el PP". Pese a todo, el mensaje sigue, tenaz: la ruptura de puentes con Esquerra, que propiciaría luego la formación del tripartito, fue culpa de Convergència Democràtica (CDC); esa "radicalización" nacionalista que pone en peligro la centralidad de Convergència i Unió (CiU) es también cosa de los convergentes, soberanistas y partidarios del no a la Constitución europea...
Además de autopresentarse como un partido teflón, al que no se le adhiere nada malo, Duran y los suyos han acordado que, para preservar su espacio político central, deben "intentar abrir la puerta por la izquierda". Pero, al mismo tiempo, el líder de UDC arremetió en sus discursos contra las reformas legales que, en materias como la simplificación del divorcio, el matrimonio entre homosexuales y el derecho de adopción por parte de éstos o la liberalización del aborto, promueve el Gobierno socialista; y redondeó la faena con una alusión truculenta a que los adolescentes no son "máquinas de copular". Oído lo cual uno se pregunta a qué izquierda quieren atraer los democristianos -perdón, ahora socialcristianos- llevando como estandarte la más rancia doctrina pontificia en materia de moral y costumbres.
Duran Lleida ha sido, a lo largo de más de tres lustros, un maestro en el arte de tensar la cuerda sin llegar a romperla. Pero ahora quien tira del otro extremo ya no es Jordi Pujol -para el cual CiU era una obra personal- y, además, el pulso ya no se libra sobre la mullida colchoneta del poder. Veremos qué pasa.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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