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Columna
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Intimidad

Ahora que leo la noticia del préstamo por parte de Carmen Thyssen de su colección de arte andaluz al museo de Sevilla, pienso en un artículo de Muñoz Molina que surqué en un pasado distante y que también versaba sobre cuadros y museos. En aquella esquina de periódico, Muñoz Molina daba cuenta de un prodigio: cómo una vez, durante un seminario que había impartido o padecido en Florencia, tuvo ocasión de asistir a los Uffizi en una solitaria tarde de noviembre, y cómo en algún momento, en ese interregno dudoso en que se rinden los últimos turistas y los celadores aún no se deciden a echar las cancelas, se habían quedado a solas, cara a cara, él y la Venus de Botticelli, mirándose a los ojos como dos novios adolescentes, disfrutando de una intimidad que ningún burdel les podría haber granjeado. Ah, cómo he envidiado yo siempre este recuerdo de Muñoz Molina, cómo me habría gustado haber sido su propietario y guardarlo en ese modesto rincón donde también quedan rastros del primer beso y del desengaño que me hizo adulto. Pero no: como el del resto de mortales, mi encuentro con la Venus de Botticelli tuvo mucho más de prostibulario; en medio de la procesión de visitantes, apenas se me permitió echar un vistazo a la desnudez de la joven antes de perderla en la sucesión de imágenes, de paisajes, santos y alegorías que recargaban las paredes igual que un altar. A diferencia del coqueteo con el que distinguió al escritor jiennense, a mí Venus se limitó a despedirme con una mirada abstraída, tendente hacia el aparato de aire acondicionado que, a pesar de las fatigas de agosto, se negaba a refrigerar la galería. Con propiedad podía argüir el autor de Beltenebros que para paladear la pintura en toda su sustancia es precisa la soledad, y que el de Botticelli constituía uno de los pocos cuadros que estaba seguro de haber masticado a conciencia en el decurso de su vida.

Probablemente cuando acuda a la exposición de Carmen Thyssen a contemplar esos lienzos del otro Bécquer o de Romero de Torres me acompañen las estrecheces de los empujones y me sienta como quien se tiende junto a su novia en el proscenio de un teatro, víctima de enjambres y enjambres de ojos desconocidos. Por eso comprendo a la gente mucho menos numerosa que la semana pasada acudía al hotel Alfonso XIII, a pujar por esos cuadros falsificados que representaban Van Goghs de pacotilla y hermanos bastardos de Degas y Gauguin (el impresionismo era el equipo que habría triunfado en una hipotética competición). Ciertos puristas criticaron aquel simpático mercadillo de sucedáneos y postizos, y hasta hubo quien abandonó indignado el hotel, con la excusa de que se estaba sometiendo al arte a un ultraje sin límites: bobadas. Yo sé qué es lo que atraía hasta aquella sala a los amantes del óleo y las perspectivas, lo que les hacía apreciar las figuras y contornos de aquellos plagios con pasaportes acreditados. Es la misma sensación que me sugiere detenerme frente a las postales que cuelgan de mi habitación mientras escribo estas líneas, a pesar de saber perfectamente que sólo son cartón y tinta y que una distancia imposible las separa de los originales a los que prestan eco: mi pared a salvo de intrusos, la intimidad, la puerta cerrada, como una palabra que se pronuncia en voz baja y el extraño de al lado no puede compartir.

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