Elecciones en EE UU: optimismo frente a sabiduría
Hace unos años, Harold Zullow y Martin Seligman, psicólogos experimentales de la Universidad de Pensilvania, se propusieron estudiar qué tipo de presidente quieren los estadounidenses. Con este objetivo, contrataron a un equipo de expertos del lenguaje que analizó retrospectivamente el contenido de los discursos pronunciados por los candidatos a la presidencia durante las campañas electorales de 1900 a 1984, sin saber el nombre de los autores. Los 18 candidatos considerados más optimistas por los evaluadores en las 22 elecciones que se realizaron durante ese periodo fueron elegidos presidentes. Conclusión: el electorado prefirió en el 82% de los comicios al aspirante más optimista.
Animados por el descubrimiento, estos investigadores decidieron utilizar el mismo termómetro del optimismo para pronosticar los resultados de las elecciones a la Presidencia y al Senado de 1988. Sus predicciones, registradas dos semanas antes del sufragio, fueron sorprendentemente correctas. No sólo anunciaron de antemano los triunfos de George Bush padre sobre Michael Dukakis y de 25 de los aspirantes que participaron en las 29 contiendas para el Senado, sino que también anticiparon con precisión la mayoría de los márgenes de las victorias.
El optimismo de los pretendientes al timón de EE UU que estudiaron Zullow y Seligman se reflejaba de varias maneras en el texto de sus intervenciones. Por ejemplo, ante problemas complejos decían ver claramente su causa y su solución. Al mismo tiempo, manifestaban un estilo positivo de interpretar los sucesos que les afectaban. Sus explicaciones se caracterizaban por considerar los graves reveses como ligeros inconvenientes pasajeros sin impacto en el bienestar del país. Las declaraciones de estos aspirantes optimistas también se distinguían porque en ellas no asumían responsabilidad personal por los fracasos de sus políticas, sino que los achacaban a circunstancias incontrolables, a fuerzas destructivas ajenas o a enemigos malévolos. Sin embargo, ante los acontecimientos favorables, aunque fuesen fortuitos, tendían a afirmar que los beneficios serían perdurables y moldearían muchas facetas de la salud social de la nación. Tampoco dudaban en proclamar que esos hechos imprevistos eran fruto de un plan preconcebido por ellos, lo que les hacía dignos de la recompensa de los votantes.
En cuanto a los protagonistas de las elecciones que se avecinan, es indudable que el presidente George W. Bush presenta una perspectiva más optimista que el senador demócrata John Kerry. Bush comunica al electorado machaconamente que espera que pasen cosas buenas y que él es el único que puede hacer que esas cosas pasen. También opta por explicaciones positivas que le justifican y le favorecen, aunque sean tan simplistas como ficticias. Esta estrategia, consciente o inconsciente, le ayuda a mantener una imagen de confianza en público, especialmente en momentos de vulnerabilidad.
Bush continuamente utiliza comparaciones favorables para evaluar las consecuencias negativas de sus decisiones. Es obvio que al contrastar una mala situación -el estado calamitoso de Irak, por ejemplo- con otra peor -la expansión del terrorismo y la proliferación de armas de destrucción masiva en el planeta-, el presidente hace llegar a los ciudadanos un mensaje más reconfortante sobre las consecuencias de su belicismo que si recurriese a comparaciones más relevantes, como la seguridad en el mundo antes y después de la invasión unilateral de Irak. Cuando Bush compara la pérdida de casi dos millones de puestos de trabajo y el aumento espectacular del número de personas pobres y sin seguro de enfermedad que han tenido lugar durante su mandato, con las tasas de indigencia de otros países menos afortunados, transmite un mensaje más asimilable sobre su política económica que si contrastase las mismas cifras con las mejores condiciones que existían durante los gobiernos de sus predecesores. La realidad es que las comparaciones ventajosas que hace Bush de las adversidades, con independencia de su racionalidad o cordura, le amparan ante el electorado.
El discurso de John Kerry, por el contrario, es primordialmente pesimista. Se caracteriza por resaltar y remachar la larga lista de disparates y excesos perpetrados durante cuatro años por la Administración republicana. Sus explicaciones y comparaciones, aunque elocuentes, siempre resultan en un balance negativo de la situación presente. El senador pasa por alto o desprecia con sarcasmo cualquier dato positivo que pueda relacionarse remotamente con su contrincante. Para él las buenas noticias son meras casualidades esporádicas, y las malas siempre son tendencias irreparables, consecuencias de las desatinadas decisiones del presidente.
Es verdad que los líderes políticos optimistas tienen ventaja sobre los pesimistas. El talante positivo es más popular y atractivo, y genera más seguridad y esperanza de victoria en los ciudadanos que la personalidad lacónica, severa o derrotista. Pero no es menos cierto que el optimismo ilusorio y engañoso en políticos de sensatez cuestionable, como es en mi opinión el caso de George W. Bush, es preocupante y peligroso. Con todo, la última palabra la tendrá el pueblo estadounidense. Yo confío en la sabiduría de los pueblos. Incluso cuando la mayoría de sus miembros no está especialmente informada ni es perfectamente racional, suelen tomar la decisión más sabia.
Este punto me hace recordar el artículo titulado Vox Populi que publicó en 1907 el científico inglés Francis Galton en la revista Nature. Galton relata en este escrito la experiencia que tuvo en un concurso de peso de ganado en la Feria de Ganadería de Plymouth. Cuenta que un buey corpulento había sido seleccionado para la competición y estaba expuesto ante un numeroso grupo de asistentes ansiosos por adivinar el peso del animal. Unas 800 personas compraron por seis céntimos un boleto numerado en el que escribían su nombre y las libras que calculaban que pesaba la res. Unos eran expertos en ganado, otros eran simples visitantes de la feria sin conocimiento del tema. Una vez recogidas las papeletas, el juez anunció que el peso del buey era 1.198 libras. Desafortunadamente no hubo premio, pues ninguno de los apostantes se había aproximado a esta cifra. Seguidamente Galton recogió todas las papeletas y sacó la media de los pesos que habían calculado todos los participantes. El resultado le impresionó: 1.197 libras. La opinión de la gente, en su conjunto, había sido la más acertada. Sospecho que así será el próximo martes 2 de noviembre.
Luis Rojas Marcos es profesor de Psiquiatría de la Universidad de Nueva York y autor de Nuestra incierta vida normal (Aguilar).
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