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Columna
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La lección del 'caso Gallardón'

El PP vive el postaznarismo con movimientos convulsos y hasta centrífugos. La marejada ha llegado tierras adentro, alcanzando parajes tan remotos como la comarca leonesa de El Bierzo, donde una junta gestora acaba de quitar el poder a la líder local, Fátima López Placer.

Éste y otros incidentes que comienzan a menudear en la otrora monolítica formación plantean una inquietante cuestión: ¿a quién pertenece la ortodoxia de un partido político?, ¿quién es el guardián de sus esencias?, ¿a quién corresponde quedarse con el pan y la limosna?

Aunque suene a paradoja, los partidos pertenecen, en primer lugar, al conjunto de los ciudadanos. Al fin y al cabo somos todos nosotros quienes les mantenemos con nuestros impuestos, a pesar de que, claro, nos repateen las formulaciones concretas que puedan hacer unos u otros. En segundo lugar, los partidos dependen de sus militantes. Ya hace tiempo que dejaron de ser aquellos grupos minoritarios con los que unas elites se dedicaban a la acción política. Hasta el mismísimo Lenin reducía entonces su papel al de vanguardia, aunque ésta fuese de la clase obrera y se tratase de un partido único y totalitario.

Hoy día, en cambio, los partidos políticos lo son de masas. Y el PP es el más masivo de ellos, con cerca de 700.000 militantes, aunque de un activismo menguado y hasta condescendiente, digámoslo así. Lo que parece indudable es que 700.000 individuos no pueden pensar lo mismo sobre el empleo, el aborto, la política exterior o la organización del Estado. Ni de coña. Así es que dentro de él coexisten planteamientos distintos y hasta antagónicos.

Lo bueno del caso es que esa situación, común con el partido socialista, en vez de propiciar escisiones, suele propender a la concentración política. Los grandes partidos suman cada vez más votos, en una suave pero constante marcha hacia el bipartidismo. Sucede aquí y ocurre también en países con más tradición democrática. En Estados Unidos, por ejemplo, terceros partidos, como el patrocinado hace años por el millonario tejano Ros Perot, tuvieron una vida efímera. Por otra parte, recalcitrantes candidatos a la presidencia como el ecologista Ralph Nader sólo sirven para acabar perjudicando a alguno de los dos aspirantes reales, sin obtener nada a cambio.

Por eso, tanto el Partido Demócrata como el Republicano acogen en su seno a políticos del pelaje más variado, susceptibles de pasar de uno a otro partido sin romperse ni mancharse. Entre nosotros aún no sucede otro tanto, pero todo se andará. De momento, en el PP cohabitan, mal que bien, desde ultras añorantes de una inexistente extrema derecha, a liberales, centristas y socialdemócratas. Cuando alguna de las últimas varillas de ese abanico decide instalarse por su cuenta, como el ex ministro Manuel Pimentel, sólo cosecha un estrepitoso fracaso.

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Eso lo ha entendido muy bien Alberto Ruiz-Gallardón, tras recibir el varapalo de sus correligionarios madrileños en la reunión de dirigentes de este jueves. "He perdido", reconoció con una inusual nobleza deportiva, tras haber enviado a primera línea de fuego a su hombre de confianza, Manuel Cobo, para intentar modificar en su favor la correlación interna de fuerzas en el PP. "Pero", añadió a renglón seguido, "si sigo haciendo política será en mi partido de siempre, el Partido Popular".

Algunos de los espectadores más atentos y más interesados en este espectáculo político han sido los dirigentes valencianos del PP. Todos intentan llevar la rueda a su molino, y éstos se reducen a dos: el de Camps y el de Zaplana. Seguro que en el PP de la Comunidad existen muchas más sensibilidades diferentes: conservadora, cristiana, valencianista, liberal,... Y más evidente todavía: hay casi tantos intereses personales diferenciados como militantes del partido. Pero, para hacer más asequible el juego, los equipos se reducen a dos. Y ninguno de ellos, digámoslo ya, intenta romper la baraja. Todos, con años en el oficio, saben que sin baraja -es decir, sin el voto de los electores- no hay partida ni, por consiguiente, posible vencedor. Y en caso de ruptura los electores no suelen premiar precisamente a quienes rompen, pero tampoco a quienes se dejan romper.

Ésa sería la llamada lección Gallardón: se puede tensionar la cuerda hasta el final, con Cobo o sin él -¿quién sería el Cobo valenciano?-, pero si al final se pierde el pulso hay que volver rápidamente al redil del partido porque fuera de él -Alonso Puerta, Sergio Marqués, Jorge Verstringe, Eduardo Tamayo...- no hay salvación posible. Al tanto, pues.

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