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Columna
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Escuela y sociedad

La escuela se ha vuelto una institución rara, aislada del resto de instituciones socializadoras e incluso en contradicción con ellas. Pensemos en la vivencia que de la escuela puede tener un niño o una niña, uno de nuestros hijos o hijas. Esa vivencia es la de un lugar donde los tiempos están perfectamente pautados, lo mismo que los espacios: ahora es el momento de jugar, no antes ni después, y se ha de hacer aquí, no en otro sitio. Un lugar donde la norma es la convivencia pacífica, ordenada, respetuosa: no se admite la imposición por la fuerza de unos sobre otros, se practica el diálogo, se comparten los objetos de juego y se funciona desde la igualdad. Un lugar donde la autoridad está claramente instaurada, donde se respetan y se cuidan los bienes públicos. Un lugar donde el libro es un objeto casi sagrado y la televisión se ve reducida a instrumento educativo. Un lugar donde se aprenden y se hablan otras lenguas. Un lugar donde se enseña el respeto a otras culturas, donde se educa en valores, donde se enseña, por encima de todo, la trascendencia innegociable de cada persona.

Y ahora pensemos en lo que esos mismos niños y niñas viven fuera de la escuela, en el seno de sus familias, en las calles de nuestras ciudades y pueblos, en las cada vez más prolongadas y solitarias sesiones ante el televisor o las consolas de videojuegos. No es de extrañar que todas esas cosas que la escuela enseña sean sólo eso: cosas que tienen su lugar en el espacio escolar, pero no fuera de él. Cosas que nada tienen que ver con la vida real. Lo que ha ocurrido es que se ha roto la sinergia que existía entre las grandes instituciones socializadoras: familia, escuela, iglesia, medios de comunicación, trabajo y (en una medida distinta, pues siempre ha tenido un componente transgresor, donde se aprendía lo prohibido o se cuestionaba lo normalizado) grupo de amistad. Hasta hace unos años todas esas instituciones se apoyaban mutuamente: hoy cada una funciona movida por lógicas distintas y hasta contradictorias.

Antaño, la sociedad en su conjunto funcionaba como una consistente máquina de disciplinar, de manera que los diversos espacios institucionales tenían como objetivo fundamental la más perfecta socialización de las personas en un marco normativo claramente definido. El Panóptico, ese proyecto de vigilancia total, no era un solo espacio, sino la conjunción de muchos. Antaño la escuela se prolongaba en el resto de la sociedad. Encargada de la tarea de "enderezar al árbol joven" aparecía investida de una autoridad indiscutible. La escuela, el espacio educativo, performaba el conjunto social, de manera que distintos modelos de escuela aspiraban a prefigurar diversos proyectos de sociedad: una escuela liberadora a lo Freire o a lo Neill, una escuela deconstruida a lo Illich, una escuela industrial-militar a lo Makarenko; distintas escuelas para distintas sociedades, distintos alumnos para distintos modelos de ciudadano. Antaño la escuela era el último refugio de las utopías sociales, motor de cambio, humus para la regeneración, vivero de futuro. Espacio de libertad o de opresión, según: es otro tema.

Hoy es la sociedad la que se introduce en la escuela. Una sociedad confusa, de espacios sociales enfrentados y lógicas institucionales contradictorias. No pretenderás que yo haga de profesor, dicen los padres; no pretenderás que yo haga de padre o de madre, responden las y los docentes. ¿Y el Estado? Inglés e informática pretenden ser la tabla de salvación de una escuela cada vez más desarbolada. O eso, o una transversalidad de libro que naufraga en la práctica ante la intransigente verticalidad de las irreconciliables demandas de unas familias (disciplinen sin frustrar a unos hijos con los que jamás entraremos en conflicto), unas empresas (formen a los profesionales que demande el mercado) y unas naciones (formen buenos españoles, o buenos vascos, según el currículo prescrito) que hace mucho han dejado de hablar entre sí.

Hay violencia en la escuela como la hay en la sociedad, decimos; hay víctimas en la escuela, y victimarios, como los hay en cualquier otro ámbito de la sociedad; siempre ha sido así, decimos. Es cierto. Pero algo ha cambiado. Antaño la escuela no era el lugar raro que es hoy. El diálogo se ha roto y la escuela se ha quedado sola. Han fallado las alarmas. Tal vez porque ya no hay vigías. Tal vez porque cada uno nos preocupamos sólo por cumplir nuestra tarea. Irresponsabilidad organizada. Fallan las alarmas, y porque fallan se multiplican las sanciones que nada reparan, los controles que nada evitan y las seguridades que nada aseguran. Aún no hemos visto nada.

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