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El tío de América

Un dicho castizo, caído en desuso, resumía que "el que tiene un tío en Alcalá, ni tiene tío ni tiene ná". La expresión servía para bajarles los humos a quienes presumían de famosos y adinerados parientes y de hipotéticas herencias. El único genuino y a veces posible era el tío de América, pero de ésos ya no quedan. Parece que el estereotipo del emigrante se refería al vástago joven de familia numerosa, preferentemente asturiano, cántabro o gallego, que se pasaba cuarenta o cincuenta años de su vida trabajando como un burro sin haber tenido tiempo siquiera para casarse y tener familia directa. La apoteosis del indiano era regresar a la aldea, levantar la escuela adonde no pudo ir, restaurar la iglesuca y hacerse una casa de tres pisos de las que, con el paso del tiempo, aparecen en la publicidad turística con apelación propia: "casa de indiano".

Alguna vez -y eso trasciende a la prensa durante unos días- el lejano millonario muere en ultramar y se organiza un pequeño barullo entre los presuntos herederos del abintestado, desplazamiento de reporteros y vaivén de noticias que suelen desembocar en que el difunto no era tan rico, aparecen beneficiarios directos o el país que le acogió decide constituirse en heredero universal. Todo el mundo tenía un tío en América, un pariente fabulosamente adinerado, viejo y enfermo, pero a la hora de la muerte comprobaban que no eran los amados sobrinos los que saldrían de la gris pobreza para codearse con los grandes de la tierra y los agraciados por la cultura del pelotazo. Hemos de conformarnos con el parentesco que nos une semanalmente a los sorteos de la Primitiva y la lotería. El pleno, el gordo, el cuponazo sustituyen al primo de la abuela que un día embarcó rumbo a La Habana. Hace poco, un vecino de Sevilla apareció como único acertante del sorteo europeo -o como se llame- con más de veinte millones de euros. Cuando escribimos esto no ha aparecido y empieza a resultar escamante que esas ingentes sumas vayan a parar a personas tan discretas que jamás se desvela su identidad. Ello va en contra del postulado general de que la hermosura, el fuego y el dinero nunca permanecen ignorados. Huele a gatuperio y a trampa.

El fenómeno histórico del pariente trasatlántico ha sido breve, apenas el que cubre el siglo XIX y lo poco del XX hasta la Primera Guerra Europea. Es decir, cuando en las que fueron colonias el emigrante sólo cambiaba de lugar, no de patria. Después, las mutaciones sociales y políticas variaron y en los últimos setenta años el grueso del éxodo español lo formó la legión de vencidos que intentaron acomodarse en aquellas latitudes. Como siempre, el número de triunfadores era pequeñísimo. Además, por circunstancias locales, el forastero necesitó integrarse en los nuevos países, aceptar sus circunstancias y empadronar a los hijos, que acabaron perdiendo lazos que quizás ni siquiera se habían anudado.

A las fallidas ilusiones sucede la decepción, que se renueva con terca fidelidad hacia la siempre esquiva fortuna. Los chinos, que tienen que acomodarse a todo porque son muchísimos, aseguran que no se debe confiar en las herencias ni debe preocupar el porvenir de los hijos, pues si son holgazanes no merecen recibir el esfuerzo de los mayores y si son diligentes y trabajadores les sobran los legados ajenos. Deducimos que nunca se hizo una encuesta entre los hijos chinos.

Al parecer, quedan muy pocas personas en condiciones de traspasar riquezas a los descendientes y el asunto se comenta con pesimismo en los despachos notariales, fraguas donde se forjan los más estrafalarios testamentos. Recuerdo haber leído algo sobre un granjero de Nueva Jersey que dejó un dólar a su hijo con la expresa recomendación de que lo empleara en comprar una cuerda lo suficientemente resistente "para que sostenga a mi nuera por el cuello". No debió disfrutar de una vida conyugal dichosa a tenor de esta otra manda: "Para mi mujer, todo lo que poseo, incluidos mis pantalones, que ella siempre quiso llevar desde el día que nos casamos". Otro americano extravagante a quien su esposa prohibía fumar en casa la legaba un millón de dólares con la condición de que fumase cinco cigarrillos diarios, sin especificar si debía tragarse el humo. El tío de América, el de Alcalá incluso, las loterías forman parte de esa esperanza de que lo sobrenatural nos haga multimillonarios. ¿Para qué?, diría un moralista. Pues para eso, para morirnos siendo los más ricos del cementerio, que ha de ser sensación de ultratumba sumamente placentera.

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