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Reportaje:LA DESTRUCCIÓN DE LOS LIBROS

Las bibliotecas arden en Irak

El incendio sufrido hace un mes por la biblioteca de Weimar se suma a una larga historia de destrucción de fondos bibliográficos que tiene Sarajevo y Bagdad entre sus hitos funestos. Los saqueos en la capital iraquí tras la guerra de 2003 afectaron a unos fondos valiosísimos sobre la historia de Oriente Próximo. Será muy difícil recomponer el hilo truncado de este patrimonio.

El puente de Mostar se ha reconstruido, como la ciudad vieja de Varsovia lo fue en su día, o como el Liceo y la Fenice. Fuegos, muy distintos en su origen, destruyeron símbolos muy visibles de las ciudades en que se ubicaban; la voluntad de sus habitantes los hizo renacer de sus cenizas.

Reconstruir una biblioteca es mucho más difícil. Las bibliotecas necesitan grandes lapsos de tiempo para consolidarse como "lugares de la memoria", y cuando desaparecen, como lo han hecho las bibliotecas iraquíes, de la noche a la mañana, no es posible recuperar cada piedra, cada libro, cada manuscrito, que hacía de ellas un organismo vivo y en evolución creciente. No hay planos para recuperar su estructura interna, ni fotografías suficientes para reproducir su contenido.

Cuando yo preparaba mi tesis doctoral, en las frías mañanas del invierno bagdadí, los lugares más codiciados de la sala de lectura en la Biblioteca Central de la Universidad eran los situados en el extremo de las largas mesas de trabajo, cerca de las estufas de petróleo que caldeaban con levedad el ambiente. Pero la sala se llenaba, de todas formas, con decenas de estudiantes y profesores. A lo largo de sus paredes, las estanterías de madera ofrecían el sueño del historiador: todas las fuentes árabes posibles, que permitían cualquier incursión imaginable en el pasado de Oriente Próximo. Más allá estaba el depósito, con miles de estudios contemporáneos en árabe y en otras lenguas, y al que se accedía si se ganaba la benevolencia de sus custodios; si no, se esperaba pacientemente entre los estudiantes que solicitaban sus libros.

Leo ahora, en un informe que

circula por la red, firmado por Graham Shaw, de la British Library, que la Biblioteca Central de la Universidad de Bagdad ya no existe. Es un informe frío y escueto, pero lleno de horror. De esta biblioteca se ha hablado poco, quizá porque el desgarrador artículo de Robert Fisk (The Independent, 15 de abril de 2003), sobre la quema de la Biblioteca Nacional y la de los Awqaf ha centrado en ellas la desolación de una pérdida inconmensurable. En el informe de Graham Shaw se afirma, sin embargo, que la Biblioteca del Museo Iraquí pudo salvarse. ¿Será cierto? ¿Se habrán conservado, por tanto, las bibliotecas particulares compradas por el Estado iraquí a la muerte de sus dueños para evitar su dispersión, incorporándolas a los fondos del museo? ¿Estarán todavía, en cualquier parte, las valiosas colecciones de revistas europeas y árabes sobre arqueología e historia? ¿Podrá alguien, en un futuro cercano, volver a leer en Bagdad la revista Al-Andalus, órgano de los arabistas españoles hasta su desaparición en 1978?

Nadie que vea las imágenes televisadas que nos llegan del Irak de hoy podrá imaginar fácilmente que en ese país existía una vida cultural y académica de gran calidad. Los arabistas españoles que hemos vivido en Irak podemos certificar el alto nivel de la investigación humanística en sus universidades y la riqueza bibliográfica de sus bibliotecas. Conviene insistir, porque lo que se ha perdido nos afecta a todos, no sólo a los iraquíes, con ser ellos los que han visto su pasado histórico amputado de la forma más trágica. Imaginemos, sólo por un momento, lo que supondría para España y el mundo la quema de la Biblioteca Nacional, la de El Escorial, el Archivo de Indias de Sevilla...

En la cultura árabe-islámica, el amor a los libros, la bibliofilia, es una característica constante. Las bibliotecas han sido siempre un signo de prestigio para su poseedor y los soberanos musulmanes se han distinguido a menudo por su papel como mecenas literarios e intelectuales: además de subvencionar a literatos, poetas y sabios, compraban manuscritos allá donde se estuvieran copiando, y creaban bibliotecas. Bagdad, la capital imperial de los abbasíes, era en el siglo IX la meca del saber mundial y su mercado de libros era inigualable, en términos tanto de cantidad como de calidad. Desde la península Ibérica, enviados de los emires y califas omeyas de Córdoba compraban en Bagdad las novedades del mercado editorial, que pasaban a incrementar el acervo cultural de Al Andalus.

La rica vida cultural del Bagdad abbasi, tan semejante a la de otras muchas capitales imperiales, sólo puede reconstituirse adecuadamente a través de los textos escritos. En el siglo X, un bagdadí bibliófilo, Ben al Nadim, compuso un índice de los libros escritos en árabe por árabes y no árabes. Gran admirador de Aristóteles, Ben al Nadim representa a la perfección al tipo de intelectual cultivado que se dio en el Irak de su época, donde la herencia helenística y persa estaba ejerciendo de fermento activador para la cultura árabe-islámica. Los centenares, miles de referencias bibliográficas del índice de Ben al Nadim están agrupadas por temas. Este amplísimo abanico de temas es, en realidad, el registro de toda una civilización y refleja la enorme producción escrita de lo que puede considerarse como el periodo más creativo de la historia islámica que, no por casualidad, tenía su eje central en Bagdad.

Se han conservado algunas descripciones de las bibliotecas bagdadíes en esa época floreciente. El famoso geógrafo Al Muqaddasi visitó en una ocasión la biblioteca del príncipe Adud al Dawla, que era, según dice "un edificio entero, y al frente de ella se encontraba un administrador, un bibliotecario y un inspector. Adud al Dawla había reunido allí todos los libros que se habían escrito hasta entonces en todas las ramas del saber. La biblioteca se componía de un gran vestíbulo y de una larga sala abovedada, rodeada por todos lados de pequeñas habitaciones, adosadas a ella. En todas las paredes de la sala y de las habitaciones había colocado el príncipe armarios de madera tapizada, de tres codos de altura por otros tres de anchura, con puertas que se corrían de arriba abajo. Cada disciplina tenía sus armarios y catálogos propios; en éstos se registraba el título de los libros. Tan sólo las personas distinguidas tenían acceso a la biblioteca".

Muchos de estos tesoros bibliográficos se perdieron en los avatares históricos de una ciudad que ha padecido destrucciones sistemáticas. La más señalada -antes de la que hemos podido contemplar repetidamente en las noticias televisadas- fue sin duda la de los mongoles, que en 1258 asediaron la ciudad y, tras la rendición del entonces califa abbasi, pasaron a cuchillo a sus habitantes y destruyeron gran parte de los edificios de la ciudad, bibliotecas incluidas, naturalmente. La historiografía árabe resumió en una frase pavorosa el resultado del saqueo mongol: las aguas del Tigris, se decía, bajaban alternativamente rojas, por la sangre de sus habitantes masacrados, y negras, por la tinta de los libros arrojados al río. El paralelo entre los mongoles del siglo XIII y los del XXI no ha escapado a los numerosos comentaristas que se han ocupado de la quema de las bibliotecas bagdadíes e iraquíes en general, habiendo servido también de título al libro-alegato de José Luis Sampedro en contra de la guerra en Irak.

Reducida al rango de capital

provincial tras el paso de los mongoles, Bagdad sobrevivió a su propia historia y se convirtió, primero en capital de provincia otomana y, ya en el siglo XX, en la de un reino sometido al protectorado británico y en la de una república que acaba de desaparecer. Con la independencia y, sobre todo con el control propio de los recursos petrolíferos, la fundación de universidades, bibliotecas, museos y centros culturales experimentó una expansión rapidísima y creciente; al mismo tiempo, la producción literaria y artística conoció un desarrollo sin precedentes. El progresivo endurecimiento del régimen baazista, así como las restricciones provocadas por las sucesivas guerras -Irán, primera guerra del Golfo- y el embargo impuesto al país cortó de raíz ese desarrollo. Pero las bibliotecas estaban ahí; seguían existiendo y guardando el tesoro de la memoria colectiva, aún sometido a una vigilancia ideológica que prohibía la adquisición de títulos considerados "peligrosos".

¿Qué sabemos en España de ese tesoro? Desgraciadamente, y fuera de los círculos de los especialistas, muy poco. Un libro reciente, editado en Málaga bajo el título, elocuente en su simplicidad, de Iraquíes, recoge una amplia selección en castellano de textos de autores iraquíes, desde el gran poeta del siglo VIII-IX Abu Nuwas, que cantó al vino y a los jóvenes, hasta novelistas y poetas contemporáneos. Todos los libros de estos y otros muchos autores estaban (¿están?) en las bibliotecas de Bagdad y será muy difícil, si no imposible, recomponer de nuevo el hilo truncado de una historia cultural que tanto ha contribuido al progreso de la humanidad.

Cuando en el siglo X, la casa del visir Ben al Amid fue saqueada, su mayor preocupación fue la posibilidad de haber perdido su biblioteca: "Todas las demás cosas", dijo, "pueden reponerse, pero los libros no".

Buscando en la red informaciones recientes sobre la destrucción de las bibliotecas bagdadíes, he tropezado con algunas iniciativas que parecen no resignarse a que esto sea así: grupos universitarios en países árabes y en Estados Unidos están tratando de canalizar envíos de libros que ayuden a reconstruir, si no lo perdido, cosa que no parece posible, sí el hecho mismo de contar con fondos bibliográficos suficientes. Estoy segura de que esas iniciativas se han dado en muchos otros países. Si en el nuestro no se han producido aún, cosa que desconozco, debería ser el momento de ponerse a ello.

Manuela Marín es profesora de investigación, CSIC (Instituto de Filología, departamento de Estudios Árabes).

Un hombre rescata libros de la destruida biblioteca de Bagdad en abril de 2003.
Un hombre rescata libros de la destruida biblioteca de Bagdad en abril de 2003.REUTERS

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