Hambre en Europa
El hambre ha acompañado siempre a la especie humana. Algunos la han visto como una bendición, pues sin tal azote, la lucha por la vida no habría sido tan áspera y sanguinolenta; de donde deducen que la extrema penuria ha traído las innumerables invenciones en que vivimos inmersos. Así como el mal arte es el lecho del bueno, la gazuza de la mayoría ha hecho avanzar todos los saberes gracias a los cuales comemos (demasiado) y tardamos más años en morirnos. Otra teoría, emparentada, afirma que la guerra es el fundamento de la mayor parte de las invenciones; de modo, digo yo, que si aquí la parte del león del presupuesto para I+D se lo lleva la industria armamentística, ciérrense las bocas que la ignorancia abre profusamente. Y a mayor abundamiento, la comunidad bélica ha sido uno de los grandes pilares requeridos para la cohesión social (!).
Marx, que también hizo trabajo de campo, dejó testimonio de lo visto por él, cuando el siglo XIX ya tenía unas décadas de edad. El siglo del liberalismo y del progreso, del optimismo y de la fe en la ciencia y en el dinero. El siglo más feliz que jamás conoció Europa, el de la burguesía triunfante. Todo eso se dijo mucho, si bien mirando sólo sucintamente lo que había al lado. No necesitamos referirnos únicamente al hambre y a la atroz miseria, sino a la literatura, a la filosofía y a los muchos fenómenos sociales emergentes y que no comulgaban con ruedas de molino. Escribió Marx: "El método de hacer trabajar alternativamente día y noche a muchachos conduce, tanto durante las épocas de actividad del negocio como en las normales, a una vergonzosa prolongación de la jornada laboral... Si falta un niño por la razón que sea, otro que ya ha cumplido su jornada tiene que suplirle". Era corriente que chicos de diez años trabajaran tres días seguidos de seis de la mañana a doce... de la noche. Los otros tres días de seis a nueve, también de la noche. Era la tónica general, con datos todavía peores. No ganando para comer filete, estos niños caían como chinches, así como el resto de la igualmente explotada familia.
Pero el sistema resistió, a pesar de los hoy conocidos análisis de Marx. En realidad, el salario de un obrero, que en 1840 cubría poco más de la mitad de sus escasamente opulentas necesidades, en 1875 se había situado casi a la par de las mismas. También la jornada laboral era menos asesina. Entre 54 y 57 horas, según la actividad. Engels le escribió a Marx lo siguiente: "El proletariado inglés se está aburguesando cada vez más; por lo visto, la más burguesa de las naciones aspira, en definitiva, a poseer una aristocracia aburguesada y un proletariado aburguesado, además de una burguesía".
Esta historia -que siguió su curso en cuanto a la mejora de las condiciones laborales- ha dejado un poso, perceptible, sobre todo, en los periodos de crisis, cuando el paro sacude fuerte. Es fácil entonces oír a un obrero con trabajo que quien no lo tiene es porque no lo quiere, es un vago; el que de veras quiere estar en el tajo lo encuentra. En siglo y medio se ha producido una transferencia de culpa, que ya no va al rico ni al patrono sino al otro obrero. No se me tome esto muy literalmente, que sería añadirme al número de los demagogos. Las huelgas y el descontento son una realidad de la que estoy muy consciente. Pero el creciente poder adquisitivo y la reducción progresiva de la jornada laboral han creado un ethos entre cuyos componentes predominan el deseo consumista y la proclividad a la imitación de la clase que está un escalón más arriba. Engels no pudo prever hasta qué punto estaba en lo cierto y hasta qué punto el nuevo espíritu se convertiría en un bastión tan formidable que la socialdemocracia se vería enclaustrada entre murallas que ella misma ayudó a edificar; con puertas de salida, si se quiere, de las que mucho cabe decir.
Ocurre, sin embargo, que dentro de los muros ha quedado un "remanente" molesto, pero no lo suficiente como para subvertir el sistema de valores ampliamente aceptado. Esa masa residual puede alcanzar un 20% en países como España, cuyo despegue fue más tardío, sin que el riesgo para el sistema sea demasiado preocupante. Pero según informó EL PAÍS, "la ONU alerta de que tres millones de indigentes malviven en Europa". "Desde finales de la II Guerra Mundial no se habían contabilizado en Europa occidental una cantidad tan grande de indigentes durmiendo en la calle...". A mayor abundamiento, "es evidente que incluso en las sociedades más avanzadas la pobreza avanza también en las zonas urbanas". Otro dato, anterior a la ampliación a 25 miembros: "...el 15% de la población de la Unión Europea está en situación de riesgo de caer en la pobreza". Como en el resto del mundo son las mujeres y los niños los más afectados por la amenaza.
Muy pronto se han echado las campanas al vuelo. En América el ex presidente del Gobierno español dijo, como en passant, que somos un país rico. Para quienes presuntamente lo saben y para quienes quiere que se enteren, o sea, el ancho mundo. Las estadísticas de la ONU, sin embargo, se empeñan en aplacar tanto optimismo. Unas ocho millones de familias españolas apenas sí pueden llegar a fin de mes; no porque durante los fatigosos 30 días se hayan excedido en el consumo de ostras y otras gollerías. En cuanto a las desigualdades regionales, persisten y no son el mejor caldo de cultivo. (Hay que puntualizar, sin embargo, que las estadísticas no suelen tener en cuenta el poder adquisitivo del euro, que no es el mimo en Trujillo que en Bilbao).
Pero a lo que vamos. El etiquetaje de una sociedad (opulenta, adquisitiva, de consumo, etcétera), tiene su matiz perverso, sea o no intencionado. Contribuye al olvido, al incrustar la idea de que aquí todo es Jauja y de que la marginalidad es un fenómeno voluntario, cosa de algunos vagos irredimibles. Como el pobre se olvida e incluso desdeña a los más pobres, los poderes fácticos pueden dormir tranquilos porque, por ese lado, no va a pasar nada. Mientras tanto, las megaciudades crecen en Europa y contienen más y más indigentes cada día. Un nuevo frente, que ya está abierto, ensanchará sus fronteras. La amenaza es tanto más real cuanto que aún no turba los sueños. No somos malos, sino que el bebedizo es muy fuerte.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
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