La cesta de la reforma
Decididamente, la reforma de la Constitución no está arrancando con buen pie. Al menos si nos atenemos al modo como está siendo planteada en estos primeros meses de la nueva mayoría. Vaya por delante la constatación del enorme avance que supone su desbloqueo, después de tanto tiempo tratada como un auténtico tabú. Sin embargo, no parece que estemos acertando en su normalización, lo que por supuesto no tiene nada que ver con trivialización. Normalización de la reforma de la Constitución supone, sencillamente, recurrir a ella cuando sea necesario y conforme vaya siendo necesario: las dos cosas. El esquema actual, basado en una especie de corsé en el que tiene que entrar todo lo que, al cabo de veinticinco años, está más o menos planteado, en unidad de acto, aplazado para dentro de tres años y con la pretensión implícita de hacerla innecesaria por otro largo periodo de tiempo, está muy lejos de la referida normalización.
Por lo que se viene oyendo, con esta reforma sólo se pretende tocar cuatro puntos, y ni uno más, de un modo además cuya sensatez difícilmente podría ser discutida: que no haya en ningún caso discriminación por razón de sexo en el orden de sucesión a la Corona, que el Senado se adecue a la actual estructura territorial del Estado que está llamado a representar, que las comunidades autónomas figuren por su nombre en la Constitución y, por fin, que algo parecido se haga con la Constitución europea contenida en el tratado a punto de firmarse en Roma.
El caso es que estos cuatro puntos, con una excepción si acaso, tienen muy poco que ver entre sí, siendo por el contrario, cada uno de ellos, muy especiales. El que todos se traduzcan en una reforma de la Constitución no es suficiente para ser metidos en la misma cesta. Lo que están pidiendo más bien es una agenda que permita tratarlos por su orden, entre otras razones porque la urgencia con la que se presentan es muy desigual. Veámoslos desde esta perspectiva.
El primero es sin duda el de la reforma de la Constitución condicionada por los avances de la integración europea. Sobre esto sabemos algo; de hecho, es lo único sobre lo que contamos con alguna experiencia en materia de reforma. Lo cual nos pone ya sobre la pista de su especial condición. Las reformas derivadas de los acuerdos internacionales tienen su preciso momento, el momento previo a la ratificación de los mismos (artículo 95). Claro que siempre puede afirmarse que el Tratado constitucional no contiene ninguna cláusula que entre en conflicto con la Constitución; que el cambio en el que se piensa es una cuestión de imagen, importante, sí, pero que tanto da llevarlo a cabo antes o después. Puede que sea así, aunque no lo creo, pero habrá que discutirlo, y mejor pronto que tarde.
En segundo lugar vendría el complejo -nunca mejor dicho- integrado por la reforma del Senado y la "constitucionalización" del Estado de las Autonomías. Que además no puede separarse de la reforma de los Estatutos de Autonomía: aunque sólo sea porque éstos difícilmente podrán evitar tener que hacerse eco de los cambios en el Senado.
La "constitucionalización" del Estado de las Autonomías, para empezar, es también un caso especial, y desde luego no puede quedarse en hacer figurar por su nombre a las comunidades autónomas en la Constitución. Por poner un sencillo ejemplo, el Título VIII no puede abrirse todavía diciendo que el Estado se organiza territorialmente en municipios, en provincias y "en las comunidades autónomas que se constituyan". Aquí hay pendiente un trabajo de limpieza del texto constitucional, predominantemente técnico, consecuencia de un proceso autonómico que ya tuvo lugar hace veinte años. La urgencia, sin embargo, no viene de aquí. Lo que en este momento está planteado son los términos del engarce entre Constitución y Estatutos. Hasta ahora la Constitución ha dejado demasiado campo al "principio dispositivo" a favor de las autonomías. En este sentido se plantea una tarea de reequilibrio de la actual situación en favor de la Constitución. Esto no tiene nada que ver con una negativa a profundizar en el Estado de las Autonomías. Lo único que persigue es que dicha profundización esté en la Constitución, y no que la Constitución vaya, por así decir, a remolque de los Estatutos. Como tampoco tiene nada que ver con la uniformización del proceso. Lo que no tendría sentido es que las reformas de Estatutos vayan a su aire, al margen de lo que se pueda hacer eventualmente en la Constitución.
El caso del Senado ("la Cámara de representación territorial", artículo 69) es especial porque lleva esperando desde que en 1983 se completó el mapa autonómico y las provincias dejaron de ser la unidad territorial de referencia. Es la única reforma orgánica que ha sido seriamente discutida en el ámbito parlamentario, con el asentimiento, en uno u otro momento, de todas las fuerzas políticas. El problema en este caso es que sólo hay seguridad acerca de la necesidad de abandonar el "pilar provincial"; por el contrario, acerca de lo que haya que hacer, en positivo, predomina con mucho la perplejidad, tanto desde la perspectiva orgánica como desde la perspectiva funcional. Aquí queda por tanto bastante faena por hacer.
Con esto llegamos al punto que menos prisa corre, el de la alteración del orden de sucesión a la Corona. Es un caso especial ante todo en la forma, porque es el único que, ineludiblemente, requiere seguir el procedimiento costosísimo del artículo 168. A menos que se le hiciera preceder, como ha sugerido Francisco Laporta (EL PAÍS, 19 de mayo; Claves, septiembre de 2004), de una supresión del propio artículo 168... por el procedimiento ordinario de reforma previsto en el artículo 167. Alfonso Ruiz Miguel, en estas mismas páginas (21 de septiembre), ha objetado a esta propuesta en términos que, sin pretender terciar en el debate, sustancialmente comparto.
Y es especial en el fondo, porque, a diferencia de los anteriores, su contenido literal se conoce al milímetro, o eso parece. Se trata de hacer desaparecer exactamente diez palabras del inciso segundo del artículo 57.1: "... el varón a la mujer, y en el mismo sexo...". Lo que ocurre es que, si sólo se hace esto, y se hace ahora, el cambio tiene consecuencias inmediatas sobre la respectiva posición de los miembros de la Familia Real en el orden de sucesión. Y supuesto que no se deseen estas consecuencias, el cambio en la Constitución ya no podría limitarse a esas pocas palabras: se hace necesaria una cláusula de ultraactividad, lo que quiere decir simplemente que hay que redactar una disposición de carácter transitorio para que la norma tal como hoy está se aplique todavía al primero de los supuestos de transmisión de la Corona. Con lo que las preguntas se acumulan: ¿qué cuenta más, la imagen o las posibilidades de ser consecuentes? Por otra parte: ¿acaso con esta alteración se eliminan todas las discriminaciones puntuales, presentes o futuras, que están latentes en el estatuto de los miembros de la Familia Real?
El conjunto parece lo suficientemente heterogéneo como para que se intentase actuar sobre el mismo paso a paso y, sobre todo, por su orden. A menos que su necesidad quedase descartada, eso implicaría comenzar por Europa, precisamente lo único sobre lo que contamos con una experiencia de reforma consensuada. Nos haría ver que las cuentas pueden salir, lo que es importante, y nos daría un poco más de seguridad a la hora de pasar a los puntos siguientes. La agenda, en fin, mejor que la cesta, nos permitiría avanzar en la normalización de la función de reforma constitucional.
Pedro Cruz Villalón es catedrático de Derecho Constitucional de laUniversidad Autónoma de Madrid.
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