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Columna
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En materia de legislación y costumbres

Josep Ramoneda

1. Quizá porque uno vive de lo que ha mamado de pequeño, siempre he pensado que la notaría es un buen observatorio de la realidad. De aquella realidad concreta que casi siempre llega con retraso a los periódicos. Hay noticias que tienen un lugar y una hora, y éstas, en los medios de comunicación actuales, son carne de directo. Pero hay acontecimientos que son significantes en la medida en que hacen serie y que tardan mucho más en emerger. Un amigo notario me cuenta que han vuelto los capítulos matrimoniales. Esta vieja institución jurídica -de gran tradición en Cataluña- que regula las condiciones de los futuros matrimonios, con la intención de garantizar la preservación del patrimonio y ordenar la convivencia entre varias generaciones, perdió virtualidad en el proceso de urbanización generalizada. Ahora vuelve, a cuenta de los divorcios.

La ciudadanía ha comprendido que, con la liberalización de las costumbres y con el aumento de la esperanza de vida, el matrimonio ya no es para toda la vida. Y la gente con posibles ha llegado a la conclusión de que es mejor establecer unas reglas del juego claras para que, cuando llegue la hora del adiós, la tormenta sea lo más suave posible y con pocos efectos colaterales para el patrimonio. De este modo, vuelven los capítulos matrimoniales, con cláusulas especiales de divorcio que establecen claramente el reparto y los términos de la salida del matrimonio. En los medios conservadores -y las gentes con dinero, por regla general, pertenecen a ellos- es principio muy extendido la idea expresada por un veterano notario: "Mi mujer es muy importante, pero no es de la familia". Es más, siempre he pensado que la división entre conservadores y liberales pasa por este punto: para el conservador es fundamental la sangre -los padres, los hijos-, el liberal cree por encima de todo en lo que ha escogido libremente -los cónyuges. Los capítulos matrimoniales permiten plantear un día siguiente de la pareja lo más ordenado posible.

Por este camino, no tardaremos en llegar a los matrimonios como contrato renovable. Un contrato por un número determinado de años, al final del cual se podría decidir si se renueva por otro periodo o si se siguen las cláusulas pactadas para su disolución. Las instituciones jurídicas siempre acaban adaptándose a la evolución de las sociedades. Como muy bien saben los demógrafos, los números estadísticos de la bestia humana son indicadores de muchas cosas, y la duración de los matrimonios parece destinada a ser inversamente proporcional al aumento de la esperanza de vida.

2. La sociedad abierta se caracteriza por un sistema legal que ofrece el más amplio abanico de posibilidades a los ciudadanos para que escojan y realicen sus opciones de vida. En España, hemos vivido en muy poco tiempo el paso de una sociedad cerrada -sometida en materia de costumbres a las rígidas exigencias de la Iglesia católica- a la sociedad abierta. Ha sido un proceso acelerado, en el que se ha ido plasmando jurídicamente una incesante ampliación de las conductas socialmente aceptadas en materia de vida privada y costumbres. Naturalmente, la ley siempre llega después, cuando la realidad ya ha normalizado conductas que estaban legalmente prohibidas.

El Gobierno español acaba de legalizar los matrimonios homosexuales. Las encuestas dejan poco lugar a dudas. Es la certificación de algo perfectamente asumido por la sociedad: las parejas del mismo sexo. Es un ciclo que empezó hace 30 años -aunque pueda parecer más lejos, por lo mucho que el país ha cambiado- con la despenalización del adulterio, la ley del divorcio, y ha seguido hasta las parejas de hecho y el matrimonio sin distinción de sexo. Curiosamente, España, uno de los países europeos que llegó más tarde a la liberalización de las costumbres, ha cogido tanta carrerilla que ahora está en primera línea. Es el tercer país en reconocer los matrimonios homosexuales. Incluso el Partido Popular ha tenido que mover sus posiciones, en vigilias de su congreso, para no dar una imagen de partido demasiado rezagado respecto de la sociedad. En realidad, el retraso de España había sido un paréntesis impuesto por el nacionalcatolicismo franquista. Las sociedades tienen sus historias, sus fracturas, sus ritmos y sus tiempos.

La cuestión más delicada, en la que la opinión pública expresa posiciones menos decantadas, es la adopción de niños por parte de los matrimonios homosexuales. Lo excepcional siempre es difícil de manejar frente a lo normal, y en especial para los niños. Los primeros hijos de divorciados tuvieron mayores dificultades para asumir su situación que los de ahora, cuando el divorcio es algo ya completamente normalizado. Somos hijos de una formación en materia psicológica muy articulada sobre dos arquetipos muy cerrados del padre y de la madre. No es, por tanto, un asunto que se pueda tomar frívolamente. Pero no podemos obviar la fuerza del prejuicio. Los que prejuzgan sobre los peligros que puede tener para un niño la adopción por una pareja homosexual no parecen escandalizarse por los comportamientos de parejas heterosexuales que conducen a que haya niños con necesidad de ser adoptados. ¿O el abandono, por ejemplo, no puede ser una causa de trauma más importante que cualquier otra? Con ello me parece que se puede suscribir una esperanza: la felicidad o la desgracia de los hijos viene más del afecto que le den sus tutores que de la condición sexual que éstos tengan. Y en materia de afecto los heterosexuales no tenemos ninguna exclusiva.

3. En el fondo, lo que España está haciendo es completar legalmente el proceso social de deconstrucción del monopolio de la Iglesia católica en materia de sexualidad y costumbres. Un paso más en el proceso de secularización que algún día -y ya quedan pocas excusas para seguirlo aplazando- deberá completarse con la denuncia de los acuerdos con la Santa Sede en que se sustanció, ya en democracia, el concordato heredado del franquismo.

Las voces de protesta que llegan del obispado católico cada vez que se da un paso más en la liberalización, juegan a confundir la liberalización con la obligación. Supongo que para mentalidades rígidas, acosadas permanentemente por la fantasía de la tentación, es difícil entender que no haya una sola manera -y además obligatoria- de hacer las cosas, y que la fascinación por el pecado es tal que el solo hecho de que sea legal se confunde ya con su consumación. Lo que hacen las leyes liberalizadoras es ofrecer una posibilidad más. No obligan a nadie. Por tanto, la inquietud de los obispos carece de sentido salvo que crean que la carne de sus feligreses es tan débil que no resistirán a la tentación. Pero lo cierto es que no hay ninguna razón para que aquellos sobre quienes los obispos tienen jurisdicción espiritual se divorcien, o aborten, o contraigan matrimonio homosexual si no quieren. La actitud de los obispos hace pensar que tienen una penosa opinión de su rebaño: temen que sus ovejas no sepan abstenerse de lo que la religión prohíbe, pero la ley no.

La religión católica goza de una serie de privilegios impropios de un país aconfesional y democrático. La propia Unión Europea ha pedido explicaciones al Gobierno sobre las razones por las que la Iglesia católica este exenta de pagar impuestos, algo que sólo ocurre en Italia y en Polonia. Sin prisas, pero sin pausas, hay que hacer efectiva la laicización del Estado, sin olvidar que es un deber que obliga al Estado más que a nadie. Porque una sociedad laica es aquella en la que el Estado ni se deja influir por las presiones de religión alguna, ni interviene lo más mínimo en la actuación de las religiones en su ámbito propio. Para llegar a este punto queda todavía algún camino que recorrer.

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