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Petróleo y cambio climático

El barril de crudo Brent ya se cotiza a 46 dólares en el mercado londinense. El de la mezcla Texas roza los 50 dólares en el de Nueva York. El petróleo ha vuelto a encender las alertas del sistema energético mundial y, con él, las de la economía en su conjunto. En lo que va de año, el crudo se ha encarecido un 54% y los analistas coinciden en que va a continuar subiendo.

Numerosos factores coyunturales han alimentado estos meses la tensión en el mercado del petróleo -guerra en Irak, ataques terroristas en Arabia Saudí, problemas en la empresa rusa Yukos, situación de violencia en Nigeria, confrontación política y social en Venezuela, huracanes en Florida...-, pero el nudo gordiano de la situación es un elemento de mayor calado económico: los mercados comienzan a percibir en el horizonte las velas del temido navío conocido como pico de la extracción.

Descartada la opción nuclear, es el momento de mirar con decisión hacia las energías renovables
Las consecuencias del final de la era del petróleo barato pueden ser de hondo calado para el medio ambiente

Se denomina pico de la extracción al punto de la curva de producción de petróleo en que ésta alcanza su cota máxima. A partir de ese momento, la producción no puede sino descender. Cada día, 83 millones de barriles son extraídos de la tierra para alimentar la voracidad energética del sistema económico mundial, especialmente la de los países ricos. El petróleo es un recurso no renovable, las reservas mundiales son limitadas y desde 1985 el ritmo de extracción supera ampliamente los descubrimientos de nuevos yacimientos.

El despegue que están conociendo enormes economías como la china, la india o la brasileña, unido a la dependencia tradicional respecto al petróleo del sistema de transporte de los países desarrollados -el 95% del transporte mundial se mueve con petróleo-, hace que la demanda de crudo esté creciendo de forma impetuosa. Los mercados perciben síntomas de escasez en la oferta, al tiempo que constatan el aumento imparable de la demanda. En esa situación, los precios reaccionan al alza.

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Sólo los muy ingenuos ignoran que las dos guerras recientes de Irak -las de 1990 y 2003- han tenido en el control del petróleo su razón más poderosa y definitiva. Ambas fueron lideradas por miembros de una familia íntimamente vinculada al negocio del petróleo, a la que hay que suponer en posesión de información estratégica sobre la situación real del crudo en el mundo. Cuando una de las grandes multinacionales del sector, Shell, informó a primeros de año que sus reservas eran un 20% menores a las previamente publicadas, se dispararon las alarmas respecto al volumen real de las reservas mundiales. Alimenta la incertidumbre el que muchos expertos consideren que las declaradas por los países de Oriente Medio están generalmente sobrevaloradas por motivos económicos y políticos. La sensación de escasez está, pues, en el aire, y el fino olfato de los mercados la percibe.

Las consecuencias del final de la era del petróleo barato pueden ser de hondo calado para el medio ambiente y, en especial, para el cambio climático. En una economía de libre mercado, los precios son la principal señal en la que miles de empresas y millones de consumidores basan sus decisiones económicas diarias. No hay señal más poderosa que ésa. Por tanto, el actual encarecimiento del petróleo está enviando nuevas y potentes señales a los mercados energéticos de todo el mundo.

La experiencia de las dos crisis del petróleo que tuvieron lugar en los años setenta es una referencia para entender el juego de relaciones entre los cambios en los precios relativos de las diversas energías y el medio ambiente. Por un lado, la energía atómica vio llegar su hora dorada. Al encarecerse bruscamente el precio del crudo, la energía nuclear emergió como una opción altamente competitiva.

En consecuencia, los países económicamente desarrollados comenzaron a construir numerosas centrales nucleares. Sólo en la costa vasca se planificó la construcción de tres centrales atómicas. Por otro, el encarecimiento incentivó el ahorro y la eficiencia energética en las industrias y servicios de la mayoría de los países desarrollados.

El fin de la era del petróleo barato crea hoy día un escenario nuevo. De manera sintética se podría decir que la humanidad ha de resolver simultáneamente tres ecuaciones en los próximos años. La ecuación económica se refiere al horizonte del pico de la producción, la creciente escasez del crudo y su consiguiente encarecimiento. La ecuación social implica la necesidad de facilitar energía comercial a un mínimo de 1.000 millones de personas que la van a demandar en los próximos años en países en vías de desarrollo. La ecuación ambiental se refiere al grave problema del cambio climático.

Descartada la energía atómica, sólo la eficiencia energética y la aplicación masiva a nivel mundial de renovables satisface ese sistema de ecuaciones.

El cambio climático es el principal problema ambiental al que se enfrenta la especie humana en el siglo XXI. La alteración del sistema global del clima ya ha comenzado. La causa principal es, precisamente, la combustión de hidrocarburos -carbón, petróleo y gas-, con las consecuentes emisiones de gases de efecto invernadero, especialmente dióxido de carbono.

Debido a la interferencia antropogénica en el clima de la Tierra, la temperatura media de la atmósfera terrestre se ha incrementado 0,7 Cº desde comienzos del siglo XX. Los eventos climáticos extremos asociados al clima han duplicado su incidencia en todo el mundo. Su coste económico para la Unión Europea se ha estimado en torno a los 10.000 millones de euros anuales.

Recientes informes de la Agencia Europea del Medio Ambiente indican que, hacia 2080, el incremento de la temperatura media de la atmósfera puede alcanzar los 4 Cº en la Península Ibérica, incluida su franja cantábrica. Un cambio de esa magnitud, en apenas tres generaciones, supone una alteración radical de nuestro clima.

A diferencia de los años setenta, la energía atómica no se percibe como una posible solución para el sistema de ecuaciones antes mencionado. No ha resuelto el grave problema de los residuos radioactivos de larga duración, es peligrosa y, si se le imputan todos los costes de desmantelamiento y gestión de residuos, es muy cara. Y, por encima de todo, tras la catástrofe de Chernobil la mayoría de las sociedades democráticas de Occidente la rechazan abiertamente. Descartada pues la opción nuclear, es el momento de mirar con decisión hacia las renovables.

En los últimos diez años, la energía eólica ha despegado de manera muy significativa a nivel internacional, creciendo a un ritmo anual del 35-40%. Según datos del Worldwatch Institute, la potencia eólica mundial instalada en el año 2002 era de 25.000 megavatios, suficiente para atender las necesidades anuales de 14 millones de viviendas. El sector empleaba ese año a 100.000 personas.

La cumbre de las energías renovables celebrada en Bonn en junio de este año, a la que asistieron representantes de 150 países, supuso el reconocimiento internacional del gran avance que está conociendo la nueva generación de estas energías, especialmente la eólica. Alemania, Dinamarca, España son quienes están liderando el despegue de la energía del viento. Empresas con sede social en el País Vasco y en Navarra, como Gamesa, Iberdrola y EHN, son líderes en el sector.

Resolver simultáneamente las tres ecuaciones parecerá a algunos una utopía. Sin embargo, aquí al lado, nuestros vecinos lo están consiguiendo. La Comunidad Foral de Navarra es hoy día una referencia mundial en el ámbito de las energías renovables. En enero de 2004 recibió el premio de la Unión Europea a la mejor planificación regional en materia de energías limpias.

Las renovables producen en este momento el 61% de toda la energía eléctrica que consume la comunidad foral y el próximo año, 2005, esperan alcanzar el 95%. El sector les proporciona en estos momentos 3.600 empleos. Económica, social y ambientalmente un éxito rotundo. Ese es el camino.

Antxon Olabe es economista ambiental.

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