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Nueva arquitectura, nueva gobernación

Emilio Ontiveros

El Fondo Monetario Internacional (FMI) ha mejorado su transparencia y su capacidad de autocrítica en los últimos años. Más allá de las evidentes mejoras en la cantidad y calidad de la información públicamente disponible, desde dentro de la propia institución se empiezan a reconocer algunas de las limitaciones en su funcionamiento, lo que indudablemente ha de interpretarse como una buena señal. Algunas de esas denuncias, así como las sugerencias de adaptación a los nuevos tiempos, que describe el propio historiador oficial de la institución, James M. Boughton, en el último número de la también oficial publicación mensual, Finace&Development, hubieran sido consideradas propias de los "antisistema" no hace muchos años.

Las frecuentes, severas y fácilmente propagables crisis financieras registradas en los últimos veinte años han cuestionado seriamente la eficacia de esa metamorfosis funcional en la que se encuentra inmerso el FMI desde la quiebra del sistema nacido en Bretton Woods. La misión original de la institución era la supervisión de un régimen cambiario que dejó de existir cuando la Administración estadounidense, en 1971, abandonó la obligación de convertibilidad del dólar en oro, que asumió en su fundación. Las crisis que sufrieron México en 1994-1995 y las economías del sureste asiático a partir del verano de 1997 confirmaron la necesidad de abordar una reforma en profundidad de los sistemas de prevención y tratamiento de esas crisis y de la propia estructura institucional del Fondo: una Nueva Arquitectura Financiera Internacional. Su completo diseño sigue pendiente. Se han introducido mejoras, pero la asimetría entre el ritmo de cambio de la realidad económica y financiera internacional, la creciente interdependencia de las economías, por un lado, y la lentitud de la institución, por otro, no es mucho menos explícita que cuando estalló la última de esas crisis.

Una primera lección a deducir de esas convulsiones tiene que ver con el ritmo de integración financiera internacional, de desmantelamiento de los controles de capital, exigido a las numerosas economías menos desarrolladas que han pasado a ser socios del Fondo en los últimos años. Las preferencias de los agentes financieros de las economías avanzadas por extender el ámbito geográfico de sus negocios no siempre coincide con las necesidades específicas de aquellas economías con débiles fundamentos macroeconómicos y una no menos precaria calidad de las instituciones financieras.

El fortalecimiento de las funciones técnicas del Fondo ha de llegar a alcanzar una supervisión más efectiva de las políticas económicas y financieras de todos sus países miembros y, no menos importante, a garantizar una mayor eficacia en sus actividades crediticias, con el fin no sólo de contribuir a la resolución de las crisis financieras, sino igualmente facilitar el restablecimiento del acceso a los mercados de capitales de los países afectados. Tampoco ya se cuestiona desde la propia institución la necesidad de que sus servicios de asesoramiento y apoyo financiero han de conducir a los países de baja renta al abandono de la pobreza.

El gobierno de la propia institución, su efectiva democratización, ha de ser otra de las guías en el trazado de la nueva arquitectura. El ajuste de las cuotas de los 184 socios actuales y el del poder de decisión de los mismos es la precondición para conseguirlo. Las actuales todavía reflejan, como muchos otros aspectos de la institución, las circunstancias vigentes al final de la Segunda Guerra Mundial. Entonces la economía estadounidense realizaba más de la quinta parte de las exportaciones mundiales y mantenía el 55% de las reservas oficiales de divisas, una base significativamente más fortalecida que la anterior al conflicto y que, en todo caso, justificaba el dominio que ese país ejerció en el diseño del sistema suscrito en la Conferencia de Bretton Woods, incluida la distribución del poder de voto en el FMI. El articulado del acuerdo estableció el requerimiento de una mayoría del 85% para las decisiones más importantes y del 50% para las restantes. Desde entonces ninguna decisión relevante ha sido adoptada sin la aceptación de la Administración estadounidense, incluidas las habituales de financiación.

No menos incongruente con la amplitud de socios hoy existente y la evolución de la importancia relativa de sus economías es el mantenimiento de ese acuerdo informal respecto al reparto de la dirección de las dos instituciones nacidas en 1944, el Banco Mundial y el propio FMI. La primera, concebida entonces como la más importante, es encomendada a un ciudadano estadounidense, y la segunda a un europeo. En las ocasiones en que se ha tratado de vencer esa tradición, proponiendo a candidatos no europeos, no ha sido posible. Como tampoco lo ha sido la afirmación de la necesaria autonomía de la institución frente al Grupo de los Siete.

La legitimidad y credibilidad política del FMI depende del reconocimiento de las nuevas realidades que perfilan la economía global, empezando por la más elemental de la amplitud y diversidad de sus socios.

Emilio Ontiveros es autor del libro Sin orden ni concierto. Medio siglo de relaciones financieras internacionales. Escuela de Finanzas Aplicadas. Madrid, 1995.

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