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Columna
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El bufón

Rafael Argullol

Una de las noticias más sorprendentes de este verano ha sido la reinstauración de la figura del bufón oficial en Gran Bretaña tras algo parecido a unas oposiciones. En principio, una buena noticia puesto que el bufón ha desempeñado un papel sobresaliente en nuestra tradición, el otro protagonista principal de nuestras historias junto al héroe. Además, que la reinstauración se hubiera producido en tierras británicas nos podía evocar su prestigio literario, gracias a los incomparables bufones de Shakespeare, las sombras grotescas de Lear o Hamlet, pegadas a sus destinos tanto o más que sus almas. Pero la justificada fama de los bufones shakespearianos tiene su más cercano paralelo pictórico en los bufones de Velázquez. Nadie los ha retratado con tanta fuerza y con tanta insistencia pese a que bastantes pintores se habían ocupado ya anteriormente del tema. No es el menor de los misterios velazqueños esta predilección por una silueta aparentemente menor. Si consideramos que hay una decena de retratos de Velázquez dirigidos a representar a diversos bufones, es fácil concluir que es uno de sus motivos principales.

No está clara la causa de esta fascinación que para algunos es el fruto del gusto del pintor por lo monstruoso y grotesco -en una línea que conduciría con fluidez hasta Goya- y para otros, en cambio, es la muestra de su tendencia a la compasión y de su respeto por los humildes. Sea como fuere, lo cierto es que las imágenes del contrapoder del bufón son en Velázquez siempre más libres que las imágenes del poder del rey. Mientras que el retratista de la corte no puede evitar el hieratismo y la codificación en sus, por otro lado, extraordinarias composiciones, el retratista de esas criaturas a menudo deformes alcanza una franqueza artística inigualable. Por otra parte, la importancia y el cuidadoso estudio de la figura del bufón quedan resaltados en la obra de Velázquez por la representatividad de los individuos retratados, partícipe en cierto modo cada uno de ellos, y a través de sus ademanes y simulaciones, de los vicios del poder, la cara inconfesable y bufonesca de las virtudes del poder. Sin salir del Museo del Prado, en los siete bufones pintados por Velázquez, algunos en un primer plano abrumador, encontramos algo de la monstruosidad del poder que el doble deformante del príncipe -es decir, el bufón- integra en su presencia física: la exaltación arrogante del bufón Barbarroja, la imbecilidad del magistral Calabacillas, la retórica de Pablo de Valladolid, la pasividad huidiza del llamado don Juan de Austria, la impotencia melancólica de Sebastián de Morra, la ausencia mental del Niño de Vallecas o, por fin, el cinismo inquietante de El Primo, el adalid de los fisgones de la corte.

El catálogo de los bufones de Velázquez nos introduce en el subsuelo del poder barroco, de igual manera en que Shakespeare, aun dramatizando épocas anteriores, lo hace en la Inglaterra isabelina. Pero en ambos casos no hay duda de que la fuerza de lo bufonesco desborda el propio tiempo para infiltrarse en las heridas del poder de cualquier otro periodo humano. El peculiar intercambio barroco de misiones entre el rey y el bufón aparece incluso más sincero que la moderna esquizofrenia entre vicios privados y públicas virtudes posterior a la abolición de los bufones de corte.

Por eso debemos congratularnos por la vanguardista reivindicación británica del bufón oficial. Lo único que podemos temer ante tal noticia es que en una época como la nuestra escasee su trabajo, no tanto, obviamente, por falta de materia prima como porque se usurpe demasiado frecuentemente su lugar en el escenario. A diferencia del barroco, en nuestra época el príncipe no se contenta con tener junto a sí al bufón, sino que aspira, para retener el poder, a ser él mismo el bufón.

Quien encarna con mayor soltura esta aspiración es, por el momento, Silvio Berlusconi, el hombre que ha dado una lección a Europa sobre cómo se superponen las dos figuras en la cohesión del poder. En cada uno de sus gestos, en cada una de sus invasiones de la escena pública, Berlusconi ha perseguido denodadamente apropiarse de la magia sarcástica del bufón como si estuviera convencido de que, desposeído éste, no habría ya obstáculos para el ejercicio del poder. Berlusconi necesitaba la piel de los Dario Fo para continuar haciendo de Berlusconi. Y al colonizar los medios de comunicación, quería poseer no tanto al informador como al bufón.

Algo de esto han comprendido muchos de nuestros políticos, lanzados asimismo a la colonización de todo lo que tenga la apariencia de escenario público. Dado que la televisión en su conjunto tiene mucho de galería de monstruos y que el ciudadano, también como conjunto, se ha convertido en un fisgón de esta galería, el príncipe de nuestro tiempo -por llamarlo de algún modo- no se conforma con reír las burlas de los calabacillas, barbarrojas o primos actuales, de los que estamos sobrados, sino que aspira a sustituirlos. A juzgar por la participación masiva de políticos en todo tipo de espectáculos y parodias, podemos llegar a la conclusión de que nada le parece más apropiado al poder para perpetuarse que el recurso a lo bufonesco. Pero en tal caso ¿qué quedará para el pobre bufón que con tanto esfuerzo ha ganado su derecho a serlo?

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